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FILOSOFÍA
SÓCRATES Y LA SABIDURIA GRIEGA

I

LOS SUPUESTOS DE UNA FILOSOFIA

 Toda filosofía tiene a su base, como supuesto suyo, una cierta experiencia. Contra lo que el idealismo absoluto ha pretendido, la filosofía no nace de sí misma. Y ello, en varios sentidos: primeramente, porque sí así fuera, no sería explicable que la filosofía no hubiera existido plena y formal en todos los ángulos del planeta, desde que la humanidad existe; en segundo lugar, porque la filosofía muestra un elenco variable de problemas y de conceptos; finalmente, y, sobre todo, porque la posición misma de la filosofía dentro del espíritu humano ha sufrido sensibles oscilaciones. Tendremos ocasión, en este mismo estudio, de apuntar cómo, en efecto, la filosofía, que en sus comienzos pudo designar algo muy próximo a la sabiduría religiosa, por ocuparse de las ultimidades hondas y permanentes del mundo y de la vida, se convirtió en una forma de saber del universo, llamada teoría, para abocar más tarde a una investigación acerca de las cosas en cuanto son; la serie podría aún prolongarse.

Pero el que toda la filosofía parta de una experiencia no significa que esté encerrada en ella, es decir, que sea una teoría de dicha experiencia. No toda experiencia es lo suficientemente rica para que la filosofía se limite a ser su vaciado conceptual, ni toda filosofía es lo suficientemente original para que implique una experiencia irreductible a otras. Además, en manera alguna quiere decirse que la filosofía tenga que ser, ni tan siquiera parcial y remotamente, una prolongación conceptual de la experiencia básica. La filosofía puede contradecir y anular la experiencia que le sirve de base, inclusive desentenderse de ella y hasta anticipar formas nuevas de experiencia. Pero ninguno  de estos actos seria posible sino poniendo el pie en una experiencia básica que permitiera el brinco intelectual de la filosofía. Esto quiere decir que una filosofía sólo adquiere fisonomía exacta referida a su experiencia básica.

Experiencia significa algo adquirido en el transcurso real y efectivo de la vida. No es un conjunto de pensamientos que el intelecto forja, con verdad o sin ella, sino el haber que el espíritu cobra en su comercio efectivo con las cosas. La experiencia es, en este sentido, el lugar natural de la realidad. Por tanto, cualquier otra realidad necesitará estar implicada y exigida por la experiencia, sí ha de ser racionalmente ineludible. No prejuzgamos aquí la índole de esta experiencia: en especial, urge eliminar de raíz el concepto de experiencia entendida como conjunto de unos presuntos datos de conciencia. Probablemente, los datos de conciencia, en cuanto tales, no pertenecen a esa experiencia radical. Se trata más bien, según decía, de la experiencia que el hombre adquiere en el comercio efectivo con cosas reales y efectivas.

Sería un grave error identificar esta experiencia con la experiencia personal. Son escasísimos, quizá, los hombres que poseen una experiencia personal, en el pleno sentido del vocablo. Pero, aun admitiendo que todos posean alguna, esta experiencia personal, aun en el caso más rico y favorable, constituye un núcleo minúsculo e íntimo dentro de un área mucho más vasta de experiencia no-personal. Esta experiencia no personal se halla integrada, ante todo, por una capa enorme de experiencia que le llega al hombre por su convivencia con los demás, sea bajo la forma precisa de experiencia de otros, sea bajo la forma del precipitado gris de experiencia impersonal, integrada por los usos, etc., de los hombres de su entorno. En una zona más periférica, pero enormemente más amplia aún, se extiende esa forma de experiencia que constituye el mundo, la época y el tiempo en que se vive.

Y de esta experiencia forma parte no sólo el trato con los objetos, sino también la conciencia que de sí mismo tiene el hombre, en un triple sentido: primero, como repertorio de lo que los hombres han pensado acerca de las cosas, sus opiniones e ideas sobre ellas; en segundo lugar, la manera peculiar como  cada época siente su propia inserción en el tiempo, su conciencia histórica; finalmente, las convicciones que el hombre lleva en el fondo de su vida individual, tocantes al origen, al sentido y al destino de su persona y de la de los demás.

Interesa enormemente subrayar la peculiar relación en que se hallan estos diversos estratos de experiencia. No es posible tratar de hacerlo en este lugar. Pero sí es imprescindible dejar consignado que cada una de estas zonas, dentro de su solidaridad con las demás, como momentos de una experiencia única, posee una estructura propia y, hasta cierto punto, independiente. Así, la experiencia, en el sentido de estructura del mundo en una época, puede, a veces, hallarse incluso en oposición con el contenido de las demás zonas de experiencia. El judío y el hereje vivieron durante la Edad Media en un mundo cristiano, dentro del cual eran, por eso, justamente hetero-doxos. Hoy estamos a punto de que los católicos sean los verdaderos heterodoxos, relativamente a nuestro mundo descristianizado. En la Edad Media había mentes heréticas: la mentalidad era, sin embargo, cristiana. Para los efectos de este trabajo, lo que aquí nos importa es apuntar a la experiencia básica de una filosofía, en el sentido modesto de dar con la mentalidad de que parte.

El análisis de esta experiencia básica descubre, en primer lugar, lo que más salta a la vista: su peculiar contenido. En realidad, es lo que en ciertos momentos se ha entendido formalmente por historia: la colección de los llamados hechos históricos. Pero sí la historia pretende ser algo más que un fichero documental, ha de tratar de hacer inteligible el contenido de un mundo y de una época.

Y, por lo pronto, toda experiencia surge solamente gracias a una situación. La experiencia del hombre, como decía, es el lugar natural de la realidad, gracias, precisamente, a su interna limitación, que le permite aprehender unas cosas y unos aspectos de ellas, con exclusión de otros. Toda experiencia tiene un perfil propio y peculiar. Y este perfil es el correlato objetivo de la situación en que se halla instalado el hombre. Según esté él situado, así se sitúan las cosas en su experiencia. La historia ha de tratar de instalar nuestra mente en la situación de los  hombres de la época que estudia. No para perderse en turbias profundidades, sino para tratar de repetir mentalmente la experiencia de aquella época, para ver los datos acumulados "desde dentro". Naturalmente, esto exige un penoso esfuerzo, difícil y prolongado. La disciplina intelectual que nos lleva a realizarlo se llama filología.

Más aún: la experiencia es siempre experiencia del mundo y de las cosas, incluyendo al hombre mismo; lo cual supone que el hombre vive, en efecto, dentro de unas cosas y entre ellas. La experiencia consiste en la forma peculiar con que las cosas ponen su realidad en las manos del hombre. La experiencia supone, pues, algo previo. Algo así como la existencia de un campo visual, dentro del cual son posibles diversas perspectivas. La comparación indica ya que esa existencia del hombre dentro de las cosas y entre ellas no es comparable a la de un punto perdido en la infinidad del vacío. Aun en esta dimensión, aparentemente tan vaga y primaria del hombre, su existencia es limitada, como lo es el campo visual para los ojos. Esta limitación llámase, por ello, horizonte. El horizonte no es una simple limitación externa del campo visual: es más bien algo que, al limitarlo, lo constituye, y desempeña, por consiguiente, la función de un principio positivo para él. Tan positivo, que deja justamente ante los ojos lo que hay fuera de él, como un "mas allá" que no vemos lo que es y se extiende sin límites, punzando constantemente la más honda curiosidad del hombre. Porque, en efecto, además de las cosas que dentro del mundo nacen y mueren, hay otras cosas que entran en el mundo, acercándose desde el horizonte, o se desvanecen, perdiéndose tras él. En todo caso, las relaciones de lejanía y proximidad dentro del horizonte confieren a las cosas su primera dimensión de realidad para el hombre.

Y, como limitante que es, el horizonte tiene que constituirse por algo de donde surge. Sin ojos, no habría horizonte. Todo horizonte implica un principio constituyente, un fundamento que le es propio.

Estos tres factores de la experiencia de una época: su contenido, la situación y el horizonte (a una con su fundamento), son tres dimensiones de la experiencia de distinta movilidad.  La máxima labilidad compete al contenido mismo de la experiencia: mucho más lento, pero, en definitiva, muy variable, es el movimiento de la situación; el horizonte varía con lentitud enorme, tan lentamente, que los hombres casi no tienen conciencia de su mutación y propenden a creer en su fijeza, mejor dicho, precisamente por ello, ni se dan cuenta casi de su existencia. Algo semejante a lo que ocurre al viajero de un avión, cuyo panorama varia tan insensiblemente como el movimiento de las agujas de un reloj.

Este cambio no puede asimilarse, contra lo que la metáfora del evolucionismo biológico aplicada a la historia pudo hacer suponer durante muchos años, a una especie de crecimiento, madurez y muerte de las épocas, o de las culturas, como entonces se decía. Esta idea que Spengler asienta como la base de su libro, es tal vez lo más insostenible de él. La experiencia que compone una época histórica, con ser el lugar natural de la realidad, no es mas que eso: su lugar natural. Pero la existencia del hombre no se limita a estar situada en un lugar, aunque sea real. A su vez, la "realidad del mundo" no es la realidad de la vida: aquélla se limita tan sólo a ofrecer a esa otra realidad que se llama hombre un conjunto infinito de posibilidades de existencia. Las cosas están situadas, primariamente, en ese sedimento de realidad llamado experiencia a título de posibilidades ofrecidas al hombre para existir. Entre ellas, el hombre acepta unas y desecha otras. Esta decisión suya es la que transforma lo posible en real para su vida. Con ello, el hombre está sometido a constante cambio porque esa nueva dimensión real que añade a su vida modifica el cuadro de su experiencia y, por tanto, el conjunto de posibilidades que le brinda el instante siguiente. Con su decisión, el hombre emprende una trayectoria determinada, a causa de la cual nunca está seguro de no haber malogrado definitivamente en un momento tal vez las mejores posibilidades de su existencia. El momento siguiente presenta un cuadro estados de movimiento, sino acontecimientos. El hombre es un ente que acontece, y a este acontecer se llama historia. completamente distinto: obturadas unas, disminuidas otras, agigantadas tal vez algunas más, pocas nuevas y originales. Y como la actualidad de lo posible, en tanto que posible, según nos decía ya Aristóteles, es el movimiento, así también el ente cuya realidad emerge de sus posibilidades, es, por esto, un ente móvil. Por serlo, cambia en el tiempo, no reposa en ningún estado. Las cosas no están en movimiento porque cambien, sino que cambian porque están en movimiento. Cuando la actualización de las posibilidades es fruto de una decisión propia, entonces no solamente hay

De tiempo atrás se define precisamente al ser libre el ente que es causa de sí mismo (Santo Tomás). Por esto resulta que, en el hombre, la raíz de la historia es la libertad. Lo que no es eso es naturaleza. El error del idealismo ha estribado en confundir la libertad con la omnímoda indeterminación. La libertad del hombre es una libertad que, al igual que la de Dios, sólo existe formalmente en la manera de estar determinado. Pero, a diferencia de la libertad divina, creadora de las cosas, la libertad humana sólo se determina eligiendo entre diversas posibilidades. Como estas posibilidades le están "ofrecidas", y como este ofrecimiento depende parcialmente, a su vez, de las propias decisiones humanas, la libertad del hombre adopta la forma de un acontecer histórico.

Del complejo enorme de cuanto habría que decir para estudiar los origenes de la filosofía ática no me interesa referirme, de momento, más que a la mentalidad dentro de la cual nace, y aun eso en su aspecto puramente intelectual. Aplicando a la vida intelectual las últimas consideraciones que acabamos de apuntar, nos encontramos, por ejemplo, con que el pensamiento de toda época, además de contener lo que propiamente afirma o niega, apunta a otros pensamientos distintos y hasta opuestos entre si. Toda afirmación o negación, en efecto, por rotunda que sea, es incompleta o, por lo menos, postula otras afirmaciones o negaciones, sólo unida a las cuales posee plenamente verdad. Por esto decía Hegel que la verdad es siempre el todo y el sistema. Lo cual no obsta, sin embargo—antes bien, implica—,  que, dentro de sus límites, una afirmación sea verdadera o falsa. Frente a ella se ciernen entonces las direcciones diversas en que puede ser desarrollada. De ellas, unas serán verdaderas; otras, falsas. Mientras la primitiva afirmación no se vincule disyuntivamente ni a unas ni a otras, todavía es verdadera. El pensar humano, que, tomado estáticamente en un momento del tiempo, es lo que es, por tanto, verdadero o falso, es, tomándolo dinámicamente en su proyección futura, verdadero y falso, según la ruta que emprendas La cristología de San Ireneo, por ejemplo, es, naturalmente, verdadera. Pero algunas de sus afirmaciones o, por lo menos, de sus expresiones, son tales, que, según se incline el pensamiento un poco más a la derecha o un poco más a la izquierda, caerá del lado de Arrio o de San Atanasio. Antes de esa decisión todavía son verdad. Después de ella, lo serán, tomadas en un sentido, y no lo serán, tomadas en otro. Junto a los pensamientos plenamente pensados, la historia está llena de esta suerte de pensamientos que podríamos llamar incoados. O, si se quiere, el pensamiento, además de su dimensión declarativa, tiene una dimensión incoativa: todo pensamiento piensa algo con plenitud y comienza a pensar algo germinalmente. Y no se trata del hecho de que de unos pensamientos puedan deducirse otros por vía de razonamiento, sino de algo más previo y radical, que afecta no tanto al conocimiento que el pensar suministra como a la estructura misma del pensar en cuanto tal. Gracias a ello, el hombre posee una historia intelectual. Veremos inmediatamente algún caso ejemplar de funcionamiento de esta forma de pensar incoativa: unos pensamientos que ofrecen dos posibilidades levemente distintas, de las cuales una ha conducido a la espléndida floración del intelectualismo europeo, y otra ha llevado a la mente por las vías muertas de la especulación asiática. Porque no se trata tan sólo de que esas posibilidades que al pensamiento se ofrecen sean verdaderas o falsas, sino de que las rutas sean o no vías muertas. En cada instante de su vida intelectual, cada individuo y cada época se hallan montados sobre el constitutivo riesgo de avanzar por una vía muerta.

Probablemente, la acción de Sócrates ha consistido en habernos echado a andar no por una vía muerta, sino por la que  lleva a lo que será el intelecto europeo entero. La "obra" de Sócrates se inscribe en el horizonte mental del pensamiento griego. Se sitúa dentro de él de un modo peculiar, determinado por la dialéctica de las situaciones anteriores por que han atravesado "los grandes pensadores". Ello le permite una experiencia especial del hombre y de las cosas, de la que saldrá en su hora la filosofía de Platón y de Aristóteles.

II

EL HORIZONTE DE LA FILOSOFIA GRIEGA

El horizonte mental del hombre antiguo está constituido por el movimiento, en el sentido más amplio del vocablo. Además de los movimientos o de las alteraciones externas que las cosas padecen, las cosas mismas se hallan sometidas a una inexorable caducidad. Nacen algún día, para morir alguna vez. Dentro de este cambio universal va envuelto también el hombre, no sólo individual, sino socialmente considerado: las familias, las ciudades, los pueblos, se hallan sometidos a un incesante cambio regulado por un destino inflexible, que determina el bien de cada cual. En esta universal mutación adquiere valor ejemplar la generación de los seres vivientes. Puede incluso afirmarse, según veremos más tarde, que la forma radical como el griego ha concebido el movimiento cósmico se halla, en definitiva, orientada hacia la generación, hasta el punto de que un mismo verbo, gígnomai, expresa las dos ideas de generación y de acontecimiento.

Precisamente esta idea del movimiento como generación constituye la línea divisoria del esquema fundamental del universo para el hombre antiguo. Aquí abajo, la tierra, ge, el ámbito de lo perecedero y caduco, de las cosas sometidas a generación y corrupción. Arriba, el cielo ouranós, integrado por cosas ingenerables e incorruptibles, por lo menos en el sentido terrestre del vocablo, sometidas tan sólo a un movimiento local del carácter cíclico. Y en el ouranós, los theoí, los dioses inmortales.

Recuérdese cuán diferente es el horizonte en que el hombre de nuestra era descubre el universo: no la caducidad, sino la nihilidad. De ahí que su esquema del universo no se parezca en  nada al del griego. De un lado, las cosas; de otro lado, el hombre. El hombre que existe entre ellas para hacer con ellas su vida, consistente en la determinación de un destino transcendente y eterno. Para el griego existen el cielo y la tierra; para el cristiano, el cielo y la tierra son el mundo, sede de esta vida: frente a ella, la otra vida. Por esto, el esquema cristiano del universo no es el dualismo "cielo-tierra" sino "mundo-alma".

¿Cuál es el fundamento que hace posible el que esta movilidad constituya el horizonte del campo visual del hombre antiguo?

El hombre es un ser natural. Y, dentro de la naturaleza, pertenece a la región menos consistente de ella, a la tierra. El hombre es un ser dotado de vida, un ser animado, un zôion, que, análogamente a los demás seres vivos, nace y muere después de una vida, en definitiva, efímera. Pero este ser viviente lleva dentro de sí, a diferencia de los demás, una extraña propiedad.

Los demás vivientes, por el hecho de tener vida, no hacen más que estar viviendo. Lo mismo tratándose del árbol que del animal, vivir es simplemente estar viviendo, es decir, ejecutando aquellos actos que brotan del viviente mismo y van orientados a su perfección interna. En la planta, estos movimientos están tan sólo orientados, en el sentido del crecimiento, hacia la atmósfera o hacia la tierra. En el animal, los movimientos están orientados por una "tendencia" y una "noticia", gracias a la cual "discierne" y "marcha" a la captura de las cosas o huye de ellas.

Pero en el hombre hay algo completamente distinto. El hombre no se limita a estar viviendo, a ejercitar sus funciones vitales. Su érgon forma parte de un plan de conjunto, de un bios, que es, en amplia medida, indeterminado, y que el hombre mismo es, en cierto modo, quien tiene que determinar por decisión y deliberación. No sólo está viviendo, sino que parcialmente está haciendo su vida. Por eso su naturaleza tiene el extraño poder de entender y manifestar lo que hace, en todas sus dimensiones, al hombre que hace y a las cosas con que hace, tà prágmata. A este poder el griego llamó lógos, que los latinos vertieron, con bastante poca fortuna, por ratio, razón. El hombre es un ser viviente dotado de logos. El logos nos da a entender lo que las prágmata, que en este sentido llamaríamos "asuntos". De esta suerte, el logos, además de hacer posible la existencia de cada hombre, hace posible esa forma de coexistencia humana que llamamos convivencia. Convivir es tener asuntos comunes. Por esto, la plenitud de convivencia es la pólis, la ciudad. El griego ha interpretado indiferentemente al hombre como animal dotado de logos o como animal político. Si el contenido concreto de la póiis es obra de un nómos, de un estatuto, y tiende a la eunomía, al buen gobierno, su existencia es, para un griego, un hecho "natural" La pólis existe, como existen las piedras o los astros. cosas son. Y, al expresarlo, las da a entender a los demás, con quienes entonces discute y delibera esas

Por medio del logos el hombre regula, pues, sus acciones cotidianas, con la intención de "hacerlas bien". El griego ha adscrito esta función del logos a aquella parte del principio vital humano que no se halla "mezclada" con el cuerpo, que no sirve para animarlo, sino, al revés, para dirigir su vida, llevándole, por encima de las impresiones de su vitalidad, al reino de lo que las cosas son de veras. Esta parte recibe el nombre de noûs, mens.mens piensa y descubre. Es el principio de lo más noble y superior en el hombre. 

La mente tiene, para un griego, dos dimensiones. Por un lado, consiste en ese maravilloso poder de concentración que el hombre posee: una actividad que le hace patente su objeto en lo que tiene de más intimo y propio. Por esto, Aristóteles lo comparaba con la luz. Llamémosle reflexión o pensamiento. Pero no es una mera facultad de pensar que, como tal, puede acertar o errar, sino un pensamiento que, por su propia índole, va certera e infaliblemente dirigido al corazón de su objeto; algo, por tanto, que, cuando actúa plenamente por si mismo, coloca a todas las cosas, aun las más remotas, cara a cara ante el hombre, denunciando su verdadera fisonomía y consistencia por encima de las impresiones fugaces de la vida. El ámbito de la mente, dirían los griegos, es el "siempre". (Platón: Rep. 484, b4). 

Pero, por otro lado, el griego jamás concibió a la mente como una especie de foco inalterable en el fondo del hombre. Es un pensar certero e infalible; pero en este respecto es una especie de "sentido de la realidad", que, como un fino pálpito, pone al hombre en contacto con lo íntimo de las cosas. Aristóteles lo comparaba, por esto, a una mano. La mano es el instrumento de los instrumentos, puesto que todo instrumento lo es por ser "manejable". Análogamente, la mente es el lugar natura de la realidad para el hombre. Por esto tiene, para un griego, un sentido mucho más hondo que el de la pura intelección. Se extiende a todas las dimensiones de la vida, a todo cuanto hay de real en ella. Este sentido es, por esto, susceptible de adiestramiento o embotamiento. Nadie carece por completo de él. Puede hallarse, a veces, paralizado (el demente); pero normalmente funciona invariablemente, según el estado del hombre, su temperamento, su edad, etc. Es algo que, por afinarse en el uso que en la vida hacemos de ello, sólo se posee, con la plenitud posible para cada cual, en la ancianidad. Sólo el anciano posee plenamente ese sentido, ese saber de la realidad, adquirido en la "experiencia de la vida", en el comercio y contacto real con las cosas.

En todo caso, obrar conforme al noûs, a la mente, es obrar asentando sus juicios sobre lo inconmovible del universo y de la vida. Este saber de lo inconmutable, de lo que es siempre, allá en las ultimidades del mundo, es a lo que el griego, al igual que todos los pueblos que han sabido expresarse, llamó sophía, sabiduría. La vida participa desigualmente de ella: desde el insensato hasta el sabio por antonomasia, pasando por el mero "prudente". Esta sofía, como experiencia de la vida, se torna a veces en una Sofía, en un saber excepcional y sobrehumano de las ultimidades de la realidad. La Sofía, así entendida, tiene para un griego una existencia estrictamente supratemporal. Es un don de los dioses. Por eso tiene primariamente carácter religioso. Los hombres son capaces de poseerla, porque tienen una propiedad, el noûs, que les es común con los dioses. Por esto Aristóteles dice todavía de la mente que es lo más divino de cuanto tenemos (Met., 1074, b16). El primitivo griego la ha concebido como un poder divino que lo llena todo y que se  comunica exclusivamente al hombre entre todos los vivientes, confiriéndole su rango peculiar. Aquellos a quienes les fue concedida en forma excepcional y casi sobrehumana (982, b 28), como nuncios de la verdad, son los sabios, y su doctrina es Sofia, Sabiduría.

En realidad, he anticipado algunas ideas que lógicamente debieran venir después. Pero me pareció preferible apuntar derechamente al objetivo, aun a trueque de tener que dar inmediatamente algunos pasos hacia atrás.

En resumen: para un griego, el hombre, como ser viviente, sólo existe en el universo apoyándose en este presunto aspecto de la permanencia que su mente le ofrece. Entonces es cuando la mutabilidad de todo lo real se convierte en horizonte de visión del universo y de la propia vida humana. Y entonces también nace la sabiduría. Naturalmente, no es que los griegos hayan tenido explícita conciencia de ello. Incluso tal vez les haya sido imposible tenerla, porque lo propio del horizonte es no dejarse ver como tal para una mirada directa, a fuerza, precisamente, de hacemos ver las cosas. Pero nosotros, colocados en un horizonte más amplio, podemos darnos clara cuenta de ello.

III

LAS SITUACIONES DE LA INTELIGENCIA: LOS MODOS DE LA SABIDURIA GRIEGA

Dentro de este horizonte, la sabiduría griega se ha visto envuelta en una cadena de situaciones que conviene recordar.

1. La sabiduría como posesión de la verdad sobre la Naturaleza.—En las costas del Asia Menor surge por vez primera, con Anaximandro, el tipo del gran pensador que se enfrenta con la totalidad del universo. Para referirnos, no solamente su nacimiento por la acción de los dioses o de agentes extramundanos, como aconteció en las sabidurías orientales, sino su realidad propia, la cual, sin excluir lo más mínimo dichas acciones (conviene subrayarlo taxativamente), posee, sin embargo, en sí misma una estructura unitaria y radical por el hecho de que del universo mismo, y no simplemente de los dioses, nacen, viven y a él revierten, cuando mueren, todas las cosas que existen en el cielo y en la tierra. Este fundo universal, de donde nace todo cuanto hay, es la Naturaleza, la physis. Este nacimiento se concibe por estos pensadores, con Anaximandro a la cabeza, como un magno acto vital. Y ello en dos esenciales dimensiones. Por un lado, las cosas nacen de la Naturaleza, como algo que ésta produce "de suyo" (arkhé). Por aquí la Naturaleza parece dotada de una estructura propia, independientemente de las vicisitudes teogónicas y cosmogónicas. Por otro lado, la generación de las cosas se concibe como un movimiento en que éstas  se van autoconformando en esa especie de sustancia que es la Naturaleza. En este sentido, la Naturaleza no es principio, sino algo que constituye, para este primer brote arcaico del pensamiento, el fondo permanente que hay en todas las cosas, a modo de sustancia de que todas están hechas (Aristóteles: Met., 983, b13). Con la idea de la "permanencia" de ese fundo, el pensamiento griego abandonó definitivamente los cauces de la mitología y de la cosmogonía, para dar origen a lo que más tarde será la filosofía y la ciencia. Las cosas, en su generación natural, reciben de la Naturaleza su sustancia. La Naturaleza misma es entonces algo que permanece eternamente fecundo e imperecedero, "inmortal y siempre joven", como la llamaba aun Eurípides, en el fondo y por encima de la caducidad de las cosas particulares, fuente inagotable de todas ellas (ápeiron). Por esto, el griego se imaginó primitivamente la eternidad como un perfecto volver a comenzar sin menoscabo, como una perenne juventud, en la que los actos revierten sobre quien los ejecuta, para volver a repetirse con idéntica juventud. Incluso lingüísticamente ha podido verse (Benveniste) cómo los dos términos de aiôn y iuvenis, eternidad y juventud, tienen una raíz idéntica (*ayu-, *yu-) que expresa la eternidad como una perenne juventud, como un eterno retorno, como un movimiento cíclico. Por esto, los grandes pensadores griegos, y todavía aun el propio Aristóteles, llamaron a la naturaleza "lo divino" (tó theion). Para las antiguas religiones politeístas, en efecto, ser divino significa ser inmortal, pero con una inmortalidad que deriva de un "inagotable" caudal de vitalidad.

La Naturaleza es también, para un griego, algo "divino theîon, en este sentido. Abarca todas las cosas: está presente en todas ellas. Y esta presencia es vital: unas veces está dormida; otras, despierta. Estas variaciones tienen carácter cíclico. Acontecen conforme a un orden y a una medida: es el tiempo (khrónos).

Los que arrancaron así al universo el velo que ocultaba su Naturaleza, revelando a los hombres lo que siempre es, se llamaron los Sabios (sophoí), o, como dice Aristóteles, "los que filosofaron acerca de la verdad". Esta verdad no consistió, en efecto, sino en el descubrimiento de la Naturaleza; por esto, al Phys., 191, a24). Las obras de eslos sabios han sido invariablemente poemas intitulados: "Acerca de la Naturaleza". Con otro nombre, pero por el mismo motivo, Aristóteles los llamó también fisiólogos, aquellos que buscaron la razón de la Naturaleza.

Los hombres llevaron a cabo este descubrimiento por la excepcional fuerza de su mente, capaz de concentrarse y abarcar con su mirada escrutadora (es lo que significa el vocablo griego theória) la totalidad del universo y de penetrar hasta su última raíz, comunicando así con lo divino (Aristóteles: Met., 1075, a8).

El contenido de estas sabidurías (Aris., Met., 982, b15) es preferentemente lo que hoy llamaríamos astronomía y meteorología. Los fenómenos en que la Naturaleza se manifiesta por excelencia son precisamente los grandes fenómenos atmosféricos y astronómicos en que se desencadenan los supremos poderes que se ciernen sobre todas las cosas particulares del universo. Por otra parte, la teoría ha consistido primariamente en "mirar al cielo, a las estrellas". La contemplación de la bóveda celeste ha llevado a la primera intuición de la regularidad, proporción y carácter cíclico de los grandes movimientos de la Naturaleza. Finalmente, la generación, la vida y la muerte de los seres vivientes nos remiten al mecanismo de la Naturaleza. Esta se muestra—sobre todo en estos tres órdenes—a quien posea la fuerza para descorrer el velo que la oculta (ya Heráclito decía que a la Naturaleza le gusta esconderse). Esta es la verdad que nos procura este tipo de sabiduría.

Para apreciar en su justo valor el alcance de esta actitud, coloquémonos en la raíz de donde emerge. Trátase, en efecto, de una sabiduría; por consiguiente, de ese tipo de saber que llega a las ultimidades del mundo y de la vida, fijando su destino y dirigiendo sus actos. En ello convienen el griego, el caldeo, el egipcio y el indio. 

Pero, para el caldeo y el egipcio, el cielo y la tierra son pro duetos de los dioses, que nada tienen que ver con la índole misma de aquéllos. La teogonía se prolonga así en una cosmogonías Lo que ésta nos muestra es el lugar que cada cosa posee en el mundo, la jerarquía de potestades que se ciernen sobre él. Por esto, el Sabio oriental interpreta el sentido de los eventos. El contenido de su sabiduría es, en buena parte, "presagio".

Pero en el mundo indo-europeo la mirada llegará un día a detenerse más largamente en el espectáculo de la totalidad del universo. En lugar de referirla simplemente a un pretérito y relatar su origen o de proyectarla sobre un futuro, adivinando su sentido, se detiene, "asombrada", ante él, por lo menos momentáneamente. Por el asombro, nos dice Aristóteles, nació, efectivamente, la sabiduría. En este momento, las cosas aparecen asentadas y agitándose en la mole compacta del universo. Ha bastado este momento de detención de la mente en el mundo para separar a indios, iranios y griegos del resto del Oriente. Ya no tendremos cosmogonía, o, por lo menos, su cosmogonía contendrá incoactivamente algo muy distinto. La sabiduría deja de ser presagio para convertirse además en Sofía y en Veda.

Fijémonos ahora en lo que acontece dentro de esta visión. Si atendemos a lo que dicen, el sabio griego se halla muy próximo al indo-iranio. No hay más que ‘una leve inflexión, que, en proximidades casi infinitesimales al origen, es poco menos que imperceptible. Una ligera oscilación, y se tendrá la ruta que, a lo largo de la historia, llevará al hombre europeo por nuevos derroteros.

Al igual que en los primeros sabios griegos, hay, en algunos himnos védicos y en los Brahmanas y en las Upanisads más antiguas, referencias al universo en su conjunto, al todo de lo que hay y a lo que no hay. El universo entero se halla asentado en el Absoluto, en el Brahman. Pero al llegar a este punto, el indio se dirige a ese universo, o para evadirse de él o para sumergirse en su raíz divina, y hace de esta evasión, o inmersión, la clave de su existencia. Es la identidad del Atman y del Brahman. El hombre se siente parte de un todo absoluto, y a él revierte. La sabiduría del Veda tiene, ante todo, un carácter operativo. Es verdad que algún día pretenderá pasar por etapas  que pueden parecerse a un conocimiento casi especulativo. Pero este conocimiento es siempre una acción cognoscitiva, orientada hacia el Absoluto, es una comunión con él. En lugar de la fisiología jónica, tenemos la teosofía y la teurgia brahmánicas.

Muy otra es la situación del sabio griego. No es que no quiera desempeñar una función rectora para el sentido de la vida. Todavía dice Aristóteles que uno de los sentidos que el vocablo Sabio posee en su tiempo es el de dirigir a los demás y no ser dirigido por nadie (Met., 982, a17). Su función rectora se asienta en un saber excelente que abarca todo cuanto existe, especialmente lo más difícil e inaccesible al común de los hombres (982, a8-12). Pero este saber no es operativo, mejor dicho, no lo es en el mismo sentido que para el indio. La sabiduría griega es un puro saber. En lugar de lanzar al hombre a arrojarse al universo o a evadirse de él, el saber griego repliega al hombre, en cierto modo, ante la Naturaleza y ante sí mismo. Y en esta maravillosa retracción, deja que el universo y las cosas queden ante sus ojos, naciendo éstas de aquél, tales como son. Es la leve inflexión por la que la Sabiduría, como descubrimiento del universo, deja de ser una posesión del Absoluto para convertirse simplemente en posesión de la verdad de su Naturaleza. Por esta minúscula decisión nació el intelecto europeo con toda su fecundidad y comenzó a escudriñar en los abismos de la Naturaleza; el Oriente, en cambio, se dirigió hacia el Absoluto por una vía muerta en el orden de la inteligencia.  La operación de la mente griega es un hacer que consiste en no hacer con el universo nada más que dejarlo, ante nuestros ojos, tal como es. Entonces es cuando propiamente nos aparece el Universo como Naturaleza. La operación no tiene más término que la patencia. Por esto, su atributo primario es la verdad. Si el sabio griego dirige la vida, es con la pretensión de asentarla en la verdad, de hacer al hombre vivir de la verdad.

La sabiduría de los grandes pre-socráticos intenta decirnos algo de la Naturaleza, nada más que por la Naturaleza misma. En la verdad del sabio griego, el descubrimiento de la Naturaleza no tiene finalidad distinta del descubrimiento mismo; por esto es una actitud teorética. La sabiduría deja de ser primariamente religiosa para convertirse en especulación teorética.

Pero sería un profundo error pensar que esta especulación es, en los primeros pensadores griegos, algo parecido a lo que más tarde se llamó epistêmê, y que nosotros propenderíamos a llamar ciencia. Esta sabiduría teorética, más que una ciencia, es una visión teorética del mundo. El hecho de que los escasos fragmentos de pre-socráticos que poseemos nos hayan llegado a través de pensadores casi todos posteriores a Aristóteles, ha podido falsear nuestra imagen del saber pre-socrático. En rigor, sí poseyéramos sus escritos íntegros, probablemente se parecerían muy poco a lo que entendemos por filosofía y por ciencia. Sus contemporáneos mismos debieron sentir la acción y la palabra del Sabio como un despertar a un mundo nuevo por el asombro. Fue como un despertar a la luz del día. Y, como refiere Platón en el "Mito de la Caverna", el hombre que sale por primera vez de la oscuridad al sol del mediodía siente de pronto el dolor de la ofuscación y sus movimientos son un tanteo incierto, dirigidos, más que por la luz nueva, por el recuerdo de la oscuridad pretérita. En su visión y en su vida este hombre ve y vive en la luz, pero interpretándola desde la oscuridad. De ahí el carácter marcadamente confuso y bidimensional de esta sabiduría en estado de despertar. Por un lado, se mueve en un nuevo mundo en el mundo de la verdad, pero lo interpreta y entiende con recuerdos tomados del mundo antiguo, del mito. Así, estos sabios tienen todavía ropaje y acentos de reformador religioso y predicador oriental. Su "descubrimiento" se presenta aún como una especie de "revelación". Cuando Anaximandro nos dice que la Naturaleza es "principio", la función que le asigna se parece sobremanera a una dominación. La sabiduría misma tiene todavía mucho de regla religiosa: los hombres que se consagran a ella acabarán llevando un bíos theôrêtikos, una existencia teorética, que recuerda a la vida de las comunidades secta (la vida pitagórica). religiosas, y las escuelas filosóficas tienen aire de

Este carácter aún confuso de la nueva Sabiduría se patentiza con toda claridad en la doble reacción que se produce en las mentes en orden a la idea misma del Theós. El "principio" de Anaximandro se prolonga en Ferécides por lo que tiene de "dominante": es la teo-cosmogonía órfica. Pero recíprocamente, este "principio", en lo que tiene de "raíz" o de physis, comienza a convertirse él mismo en Theós: es la obra de Xenófanes. En Ferécides el esfuerzo de los jónicos vuelve a perderse en el mito. En Xenófanes, al revés, la teogonía va convirtiéndose en una especie de física jónica de los dioses, primer esbozo de la teología.

Desde sus origenes tenemos, pues, los tres ingredientes de que jamás se verá ya privada la Sofía: una teoría (jónicos), una vida (pitagoreismo), una nueva actitud teológico-religiosa (Xenófanes). Pero estos tres elementos llevan todavía una existencia nebulosa; no ha hecho sino apuntar la nueva visión del mundo, y con ella el nuevo tipo de Sabio.

Hará falta un paso más para situar la mente del Sabio en una postura diferente.

2. La sabiduría como visión del ser.—En la primera mitad del siglo y se entra, en efecto, en una etapa decisiva. Es la obra de Parménides y de Heráclito.

Parménides y Heráclito representan, desde luego, una profunda antinomia en su concepción del universo: Parménides, la concepción quiescente; Heráclito, la concepción movilista. Claro está que las cosas no son tan simples ni tan sencillas cuando empiezan a concretarse. Pero así y todo, es innegable que la antinomia, aun reducida a sus justas proporciones, subsiste. Sin embargo, me parece mucho más importante que subrayar la antinomia insistir en la dimensión común en que se mueve su pensamiento.

Para la sabiduría de los jónicos la especulación acerca del universo condujo al descubrimiento de la Naturaleza, principio de donde las cosas emergen y, en cierto modo, sustancia en que están hechas. Pues bien: para Parménides y Heráclito,  "proceder de la Naturaleza" significa "tener ser", y la sustancia de que las cosas están hechas es equivalente a "lo que las cosas son". La Naturaleza se convierte entonces en principio de que las cosas "sean". Esta implicación entre Naturaleza y ser, entre physis y eînai, es el descubrimiento, casi sobrehumano, de Parménides y Heráclito. En realidad, puede decirse que sólo con ellos ha comenzado la filosofía.

Sin embargo, es menester hacer unas cuantas observaciones acerca de esta operación intelectual.

Sería un completo anacronismo pretender que Parménides y Heráclito hayan creado un concepto del ser, por modesto que éste fuera. Ni tan siquiera es verdad que su pensamiento se refiere a lo que hoy llamaríamos el ser en general. Sería preciso bajar mucho más en la pendiente de la filosofía griega, hasta Aristóteles, para llegar a los linderos (nada más que linderos) del problema que envuelve el concepto del ser. Tampoco existe en aquellos pensadores una especulación que, sin llegar a ser concepto, se moviera, por lo menos, como diría Hegel, en el elemento del ser en general. Para Parménides, su presunto "ser" es una esfera maciza; para Heráclito, el fuego. Ello hubiera debido bastar para que, desde luego, se centrara la interpretación de sus fragmentos no sobre el ser ni sobre el ente en general, sino sobre la Naturaleza, sobre esa misma Naturaleza que nos descubrieron los jónicos. El poema de Parménides lleva, en efecto, por título: "Acerca de la Naturaleza", lo mismo que el de Heráclito. Pero aun circunscrita así la cuestión, conviene no olvidar tampoco que ni uno ni otro tratan de darnos algo que se parezca a una teoría de la sustancia de cada cosa particular, sino más bien de decimos algo referente a la Naturaleza, es decir, a lo que hay de consistente en el universo, independientemente de la caducidad de las cosas con que vivimos. Cuando, frente a esta Naturaleza, pasan ante sus ojos las cosas, no solamente Parménides, sino también Heráclito, las relegan, bien que por razones distintas, a un plano secundario, siempre oscuro y problemático, en el que nos aparecen como no siendo plenamente; por tanto, como extrañas a la Naturaleza, aunque confusamente apoyados en ella. Lo único que les interesa es, en  cambio, esa misma Naturaleza, que, sustentando a todas las cosas, no se identifica con ellas.

Ambos, Parménides y Heráclito, consideran la física jónica como insuficiente, porque, en última instancia, es una concepción que, pretendiendo hablarnos de la Naturaleza, por tanto, de algo que es principio y sustento de todas las cosas usuales, ter. mina por adscribirse exclusivamente a una sola de ellas: al agua, al aire, etc. Lo que "Acerca de la Naturaleza" van a decir Parménides y Heráclito no es eso. Lo primero que hacen es apartarse del "trato corriente" con las cosas usuales, reemplazándolo por un "saber" que el hombre obtiene cuando se concentra para penetrar en la verdad íntima de las cosas. Este hombre, que así sabe, es justamente el Sabio. Pues bien: lo que la Naturaleza sea habrá de decírnoslo la sabiduría del Sabio, pero en manera alguna las noticias corrientes de que dispone el hombre vulgar en su vida usual. "Vía de la Verdad.", por oposición a "opiniones de los hombres", llamaba a esto Parménides, y Heráclito afirmaba, por su parte, que el Sabio está separado de todo.

¿De qué dispone este Sabio? Ya lo vimos anticipadamente, páginas atrás: de eso que el griego llamó noûs (y que nosotros hemos llamado, por de pronto, mente), y que, para matizar el nuevo sesgo de la Sabiduría, habría que traducir por "mente pensante". Pero este pensamiento no es un pensar lógico, no es un razonamiento ni un juicio. Si se quiere emplear la terminología escolar al uso, tendríamos que apelar más bien a una "aprehensión" de la realidad. Sólo más tarde los discípulos de Parménides y de Heráclito traducirán. esta aprehensión en juicios. Ya veremos por qué.

Esta mente pensante tiene presentes ante sus ojos todas las cosas, y lo que en ellas aprehende es algo radicalmente común a todo cuanto hay.

¿Qué es esto común a todo? Lo propio de la mente pensante no es ser una facultad de pensar, que lo mismo puede acertar que errar, sino el poseer una especie de tacto profundo y luminoso que nos hace ver certera e infaliblemente las cosas. Por esto lo que nos otorga son las cosas en su realidad. efectiva;  dicho en términos escolásticos, su objeto formal sería la realidad efectiva. Y esto es lo común a todo cuanto hay.

Parménides y Heráclito consideran ambos que las cosas, independientemente de que sean de una u otra manera para los efectos de la vida usual, tienen, ante todo, realidad: son. "Lo que hay" se convierte idénticamente con "lo que es". La Naturaleza consistirá, por tanto, por así decirlo, en aquello en virtud de lo cual hay cosas. Es obvio entonces que, como raíz de que las cosas "sean" se le llame to eón, "lo que está siendo". Con razón observa Reinhardt que el neutro representa aquí una primera forma arcaica de lo abstracto. Las cosas calientes tienen en sí "lo caliente". Las cosas que hay tendrán, análogamente, sí se me permite la expresión, el "está siendo". Y añado el "está" para subrayar la idea de que "ser" significa algo activo, una especie de efectividad. Al decir, por ejemplo, "esto es blanco", queremos dar a entender que el "es" tiene, en cierto modo, una acepción activa, según la cual el "blanco" no es un simple atributo volcado sobre el sujeto, sino resultado de una acción que emana de éste: la de hacer blanca a la cosa, o hacer que la cosa "sea blanca". El "es" no es una simple cópula, ni "ser" un simple nombre verbal. Trátase estrictamente de un verbo activo. Pudiera ponerse en su lugar "acontecer", en el sentido de ser algo que tiene realidad. Pues bien: la manera cómo conciben la Naturaleza Parménides y Heráclito actualiza, aun sin proponérselo, un sentido del ser como realidad. No se paran a darnos un concepto de este "es" físico. Pero su sentido queda plasmado en el término a que esta vía conduce. Este sentido subyacente, pero acusado en sus resultados, es lo que hay de filosofía en la física de Parménides y de Heráclito; pero, repito, sin que sea algo temáticamente pensado bajo la forma de concepto.

La diferencia entre Parménides y Heráclito surge cuando se precisa el sentido activo del "es".

Para Parménides, las cosas del universo "son" cuando tienen consistencia, cuando son fijas, estables y sólidas. Realidad física equivale a fijeza sólida, a solidez. Todo cuanto existe es real en la medida en que se apoya en algo estable y sólido. La Naturaleza es lo único (mónon) que plenamente "es", es el único sólido verdaderamente tal, esto es, plenario, sin lagunas ni  vacíos. El no ser es vacío y distancia. La Naturaleza de Parménides es una esfera compactas Sólo ella merece plenamente el nombre de "ser"; no así las cosas maleables de nuestra vida usual.

Para Heráclito, en cambio, ser equivale a "haber llegado a ser". El célebre devenir de Heráclito no es el movilismo universal, tal como lo afirmará más tarde Kratylos, sino un gígnesthai, un verbo cuya raíz posee el doble sentido de generación y acontecimiento, de un "estar produciéndose". Pero, en este caso, también "está destruyéndose". Y en ambas dimensiones, las cosas "están"; si se quiere, "se sostienen". La sustancia establece de donde todo emerge, la Naturaleza, es fuego. El fuego es un principio que no produce unas cosas, sino nutriéndose del ser de otras, destruyéndolas. Es un principio superior, en cierto modo, al ser y al no ser, puesto que de él arrancan ambos. Es a un tiempo y en un solo acto, fuerza de ser y de no ser: el fuego no subsiste más que consumiendo unas cosas (principio de no ser), precisamente para que por ese mismo acto cobren su ser otras (principio de ser). No es la unidad dialéctica del ser y del no ser, sino la unidad cósmica de la generación y destrucción en una única fuerza natural. Cada cosa procede así de su contraria. Y a esta interna "estructura" es a lo que Heráclito llamó harmonía.

Pero, prescindiendo del contenido antitético de ambas concepciones, hay algo en cierto modo común a ellas, y más importante que su propia diferencia. Entendiendo el ser como un "estar", la fuerza que hace que "estén ahí" las cosas es o bien una pura fuerza de ser (Parménides), o bien una fuerza de ser y de no ser (Heráclito). Empleando, pues, una denominación a priori, podríamos decir que la Naturaleza es algo así como una estable "fuerza de ser". Todavía en Platón se hablará del ser como dynarnis, fuerza o capacidad.

Y esta "fuerza de ser" se le muestra al hombre en un especial "sentido del ser", que es, por esto, un principio de verdad. Para Parménides y Heráclito, este sentido, llámesele mente pensante o logos, o la interna articulación de ambos, es, ante todo, un principio cósmico. En Parménides la cosa es clara. Y no lo es menos para el logos de Heráclito. El logos es, en el hombre,  algo que dice una cosa con muchas palabras, y las muchas palabras sólo se convierten en logos por algo que hace de ellas un uno. Tomada la cosa desde lo que el logos dice, desde lo dicho, esto significa que cada una de las cosas expresadas por las palabras sólo es real cuando hay algún vínculo que la sumerge en ese todo unitario, cuando es una emergencia de él. Y este vínculo es el "es", que refiere cada cosa a su contraria. Por eso concibe Heráclito el logos como la fuerza de unidad de la Naturaleza, cuya estructura de contrariedad está sometida a plan y medida.

El hombre tiene una parte en este logos y en esta mente: se le revelan como una especie de voz interior o de guión interno, que refleja y expresa desde el fondo de nosotros mismos lo que las cosas son, aquello a que hemos de atenernos cuando queremos hablar de veras de ellas. Nuestra mente y nuestro logos son, por esto, principio de Sabiduría. Por diferente que sea la concepción del Sabio a que hayan llegado Parménides y Heráclito, coinciden esencialmente en que, a partir de este instante, la Sabiduría queda adscrita a la visión de lo que las cosas son.. El Sabio va dirigido al descubrimiento del ser. Sólo puede saberse lo que es. Lo que no es no puede ser sabido.

Para entender bien lo que esta concepción significa, recordemos una vez más que el primitivo fisiólogo empleaba la idea de physis y phyein, naturaleza y nacimiento, en su acepción más concreta y activa. En ella van envueltas dos dimensiones. Por un lado, el que las cosas "nazcan de" o "mueran en". Por otro, el término de este proceso es que las cosas lleguen a ser o dejen de ser. Pensemos que de la misma raíz de donde deriva el vocablo "génesis" procede la forma verbal que expresa el acontecer. Los jónicos emplearon el verbo gignomai, engendrar o acontecer, en una forma que no va adscrita disyuntivamente a ninguno de ambos sentidos, y que, por lo mismo, significa todavía ambos a la vez, mientras se mantengan unidos en su raíz común; pero esta raíz común, que es lo único en que los jónicos pensaron plenamente, apunta a elegir entre una de estas dos posibilidades.

Pues bien: considerada la Naturaleza en su primera dimensión, llegamos a la visión de un todo de donde nacen las cosas y  de donde se nutren sustancialmente. Cada cosa es, así, un "engendro" de este todo. Este es el cauce por donde han discurrido también los Vedas y las Upanisads más antiguas, partiendo éstas del todo, como Brahman.

Pero el pensamiento griego ha seguido más bien la segunda dimensión posible del nacer, del gignomai. La Naturaleza aparece entonces más bien como una "fuerza de ser". Lo dinámico de la fuerza queda conservado, pero se vuelca totalmente en "ser".

La primitiva literatura filosófica india no se apoya en el verbo as-, ser, sino en el verbo bhu-, equivalente al phyein griego, con el sentido de nacer y engendrar. Toda la exuberante riqueza de matices intelectuales de las cosas se expresa por las innumerables formas y derivados a que da lugar el segundo verbo. Las cosas son bhuta-, engendros; el ente es bhu-, el nacido, etc. El verbo as- no tiene, en cambio, más misión que la de una simple cópula sin consecuencias. Tan sin consecuencias, que el pensamiento indio jamás llegó a la idea de esencia. No es que el Vedanta carezca en absoluto de algo equivalente a nuestra noción de esencia. Pero no es sino una remota equivalencia. Para los griegos la esencia es una característica puramente lógica y ontológica: es lo que corresponde en las cosas a su definición y lo que les da su naturaleza propia. En cambio, el indio supedita siempre estas nociones a otras más elementales y de distinto carácter. Para él, la esencia es ante todo el extracto más puro de la actividad de las cosas; en el mismo sentido en que empleamos todavía hoy el vocablo cuando hablamos de una esencia en perfumería. Hasta tal punto, que una de las más primitivas denominaciones de lo que nosotros llamamos esencia, es rasa-, que propiamente significa savia, jugo, principio generador y vital. Esta diferencia trasciende hasta la idea misma del ser. Mientras para Parménides, y aun para todos los griegos en general (dicho en términos un poco esquemáticos), la característica del ser es estar, persistir y, por tanto, ser inmutable, no cambiar (akineton), para el Vedanta el ser (sat-) es más bien lo que se posee a sí mismo en perfecta calma, en paz inalterable (shanti-). Esta contraposición entre la quietud eleática y la calma o paz vedántíca no puede  olvídarse a beneficio de analogías externas, y evitará el confundir precipitadamente ón y sat-. El pensamiento indio es la realidad de lo que hubiera sido Grecia, y, por tanto, Europa entera, sin Parménides ni Heráclito: en términos aristotélicos, una especulación sobre las cosas por entero, sin llegar jamás a hacer intervenir el "son"; algo que, muy remotamente nada más, recuerda la gnosis.

Ha bastado esta ligera variación en el objeto del pensamiento para dar lugar a Parménides y Heráclito.

Interpretando el Brahman como alma universal (identidad del atman y del brahman) el indio llegó a una especie de ontogonía. Tomando la Naturaleza como una fuerza de ser, llegaremos a una ontología.

Pero antes hay que dar un paso más. Será la obra de las generaciones inmediatamente posteriores a las Guerras Médicas. Mas, desde ahora, la Sabiduría ya no será una simple visión de la Naturaleza, sino una visión de lo que las cosas son, del principio y sustancia que las hace ser, de su ser.

3. La Sabiduría como ciencia racional de las cosas—Las generaciones posteriores a las Guerras Médicas recogerán, en efecto, el fruto de esta gigantesca conquista.

La nueva vida creada en Grecia enriquece enormemente lo que había sido el mundo usual de los griegos hasta entonces. Ante todo, conviene citar, para nuestros efectos, el desarrollo paulatino de un cierto número de saberes en apariencia modestos, cuya importancia creciente va a ser un factor decisivo de la vida intelectual helénica. A estos saberes especiales se les llamó tékhnai; nosotros lo traduciríamos por técnicas. Pero los griegos entendían el vocablo en un sentido completamente distinto. Para nosotros, técnica es un hacer. Para el griego es un saber hacer. El concepto de tékhne pertenece al orden del saber, hasta el punto de que, a veces, Aristóteles aplica ese nombre a la Sabiduría misma. Estos saberes se refieren principalmente al saber curar, saber contar, saber medir, saber construir, saber dirigir batallas, etc. De tiempo atrás venía ya haciéndose esto; pero ahora estos saberes van a comenzar a ir tomando cuerpo. Y se encuentran los hombres de esta época, junto a las piezas  de Sabiduría antigua y ejemplar, con estos saberes, aplicados no como aquélla, a la mole ingente y divina de la Naturaleza, sino a esos objetos urgentes para la vida, y que la Sofía descalificó arrojándolos fuera del orbe del ser.

La modificación profunda que la Sofía primitiva ha padecido por la obra de los jónicos invade en cierto modo la conciencia pública. La creación de la tragedia clásica pone de relieve esta nueva situación. Sean cualesquiera sus orígenes, y al margen de las varias interpretaciones a que sus elementos puedan dar lugar, no hay la menor duda de que en Esquilo y en Sófocles la tragedia constituye, entre otras cosas, un medio de transmitir al público la Sabiduría acerca de los dioses y de los hombres. Pero una transmisión cuyo carácter peculiar pone, una vez más, al descubierto diferencias que afectan a la estructura misma de la Sofía. Mientras los nuevos sabios intentan un tipo de sabiduría que se refiere a la Naturaleza, la tragedia se refiere más bien al primitivo fondo religioso de la Sabiduría. Y los dos tipos comienzan a denunciar sus divergencias, en el procedimiento mismo de que se sirven para transmitir su contenido. Los nuevos sabios se apoyan en el ejercicio de la mente; los trágicos, en la impresión, en el páthos. Puede decirse que mientras la obra de los filósofos fue la forma noética de la Sabiduría, la tragedia representa la forma patética de la Sofia. Más tarde la sabiduría noética invadirá de tal modo el alma de los atenienses, que su fondo religioso quedará, aun en la tragedia misma, relegado a una simple supervivencia poco operante: fue la obra de Eurípides.

Pero hay más. No solamente se contrapone la nueva Sabiduría a la Sabiduría religiosa, sino que dentro de aquélla, dentro de la Sabiduría noética, las tékhnai, las técnicas, los saberes de que el hombre es descubridor y ejecutor en la vida usual, van a crear una nueva situación a la filosofía. El volumen que han logrado hace difícil mantener esta situación.

Se siente vivo el choque entre el noûs y la tékne, la técnica. Hasta ahora los dioses habían entregado al hombre todo menos el noûs, órgano que descubre el destino y la suerte de los eventos. Ahora el noûs no pretenderá ciertamente suplantar a los dioses en este cometido, pero atm dentro de un área más  limitada y circunscrita, todo hombre ateniense, y no sólo el Sabio, se siente dotado de esa facultad divina, siquiera sea para la creación de estos modestos saberes cotidianos que son los saberes técnicos. Los griegos sintieron súbitamente, sin embargo, una especie de endiosamiento: un dominio hasta ahora privativo de los dioses pasa a manos de los hombres. La cosa fue más compleja de lo que a primera vista pudiera parecer. Compárese en este respecto el Prometeo encadenado de Esquilo con la Antígona de Sófocles, y se verá la nueva ruta que estos saberes técnicos van a obligar a emprender al pensamiento ateniense. En Esquilo las técnicas se presentan como un rapto a los dioses, y, por tanto, algo que en última instancia viene de ellos. Pero en la generación siguiente, en Sófocles, los saberes técnicos son una creación de los hombres, una invención para la que están capacitados por su propia naturaleza. Y esto obligó a cambiar el panorama de la Sabiduría misma. No sólo hay una escisión entre la Sofía religiosa y la Sofía noética, sino que, además, esta última va a discurrir por cauces nuevos. Junto a las creaciones de los grandes Sophoí, tenemos la Sabiduría que consiste en descubrir y usar de la physis de las cosas.

Quizá en ningún punto es más visible el contraste que en la tékhne iatrike, en la medicina, la primera, por su volumen y desarrollo de las técnicas de nueva creación. No es que la Sabiduría tradicional no ocupe un lugar central en el Corpus Hippocraticum. Todo lo contrario. El tratado pseudohipocrático Acerca del número siete es precisamente el exponente de esta interpretación cósmica de la naturaleza humana. Se establece un riguroso paralelismo entre la estructura del cosmos y la del cuerpo humano. Por vez primera aparece la idea y el vocablo microcosmos aplicado al hombre, por lo menos en forma precisa y no puramente metafórica. Macrocosmos y microcosmos poseen isonomía, y de aquí la idea de simpatía que constituirá una base inconmovible de la medicina y hasta de toda la Sabiduría griega, sobre todo en la época del helenismo. Digamos de paso que el problema histórico que plantea este pequeño tratado es de insospechada envergadura. Hay un paralelismo, muchas veces literal, con textos iranios en que se conservan trozos del perdido Damdat-Nask. Un examen filológico minucioso prueba la  La idea griega de isonomía se debe, pues, al influjo del Irán sobre Grecia, probablemente a través de Mileto. Es el único hecho y documento fehaciente en el célebre problema de las relaciones entre Grecia y Asia. anterioridad del texto iranio respecto del griego.

Junto a esta concepción básica, y fundados en buena parte en ella, algunos escritores hipocráticos revelan la nueva idea del mecanismo de la salud y de la enfermedad. Así, en el tratado Acerca del morbo sacro, la epilepsia. Aquí es donde aparece con todo su empuje el nuevo problema que se plantea a los pensadores griegos, y su distanciamiento cada vez mayor de otros pueblos, como la India. Para Hipócrates la epilepsia no es una enfermedad más ni menos divina que las demás. Esto no nos interesa para nuestro problema. Lo decisivo es la actitud general que con este motivo toma Hipócrates ante la enfermedad. Hipócrates no duda de que la Naturaleza sea obra de los dioses, pero estima que tratar de obtener efectos naturales ofreciendo sacrificios a aquéllos no es devoción sino impiedad, porque equivale a pretender que los dioses anulen su gran obra, la Naturaleza. Sólo el estudio de la Naturaleza capacita al hombre para la creación de su técnica médica. Recordemos ahora qué distinta va a ser la ruta que casi al mismo tiempo que Hipócrates van a emprender los Brahmanes indios. No sólo el sacrificio continúa ocupando un lugar central en su concepción del mundo, sino que su fuerza va a ser decisiva. El sacrificio es algo a que se hallan sometidos hasta los propios dioses. De aquí la sustantivación y divinización de la fuerza inherente al sacrificio, hasta convertirla en divinidad radical y última estructura del universo. El cosmos entero no es sino un ingente sacrificio, y los sacrificios que los hombres ofrecen a sus dioses son compendio y comunión, a un tiempo, con la física cósmica. Mientras la India llegará a su metafísica por las vías cada vez más ricas y complicadas del saber operativo, Grecia dedicará su saber puramente teorético a la interna estructura de las cosas,  primero de la Naturaleza y después las cosas usuales de la vida, a las que se consagrará con ardor el noûs técnico.

Este mundo usual, tan rico y fecundo, no puede quedar fuera de la filosofía. "Las cosas", en su sentido primario, no son solamente la Naturaleza, los seres naturales (physei ónta); cosas son también esas de que el hombre se ocupa en la vida y de que se sirve para satisfacer sus necesidades o para solazarse. En este sentido, el griego las llamó prágmata y khrérnata. Y son estas cosas las que plantean a la filosofía un agudo problema.

Pero en la misma obra de Parménides y Heráclito hay algo que va a permitir salvar la nueva realidad. La Sabiduría, recordémoslo, es un saber acerca de las cosas que son. El órgano con que llegamos a ellas, la mente pensante, consiste, a su vez, en hacernos ver que las cosas son, efectivamente, de una u otra manera. Vencidas las dificultades primeras con que tropieza la filosofía de Éfeso y de Elea, queda flotando en el ambiente, como resultado de esta especulación, el "es", el "ser".

Ya hice observar que, para Parménides y Heráclito, este vocablo poseía aún un sentido activo oriundo del phyein y del gignomai, nacer. Sin embargo, ahora, gracias a la obra de aquellos dos titanes del pensamiento, el "es" adquiere una sustantividad propia, se independiza del "nacer" y cobra un uso y un sentido cada vez más alejado de este último verbo. El proceso intelectual en que esto acontece caracteriza la labor de estas tres generaciones a partir de Empódocles. Proceso que transcurrirá en dos sentidos perfectamente convergentes.

Por un lado, tanto Parménides como Heráclito, al especular sobre la Naturaleza de los jónicos, la entendieron, según vimos, como "lo que está siendo", lo que es la fuerza misma del ser. Dejemos de lado, por el momento, el aspecto negativo de la cuestión, es decir, ese mundo descalificado por el Sabio como algo que, en última instancia, no "es" plenamente. Si nos fijamos en el aspecto positivo, sobre todo en lo que Parménides nos dice "acerca de lo que es", nos encontraremos con que este "es", que aún tiene en el filósofo de Elea un sentido activo, va a atraer la atención de sus sucesores en forma tal, que perderá su sentido activo para significar tan sólo el conjunto de caracteres constitutivos de "lo que" es: algo sólido, compacto, continuo,  uno, entero, etc. El "es" se refiere entonces tan sólo al resultado y no a la fuerza activa que conduce a él. Así, "des-naturalizado", es decir, con entera independencia de la Naturaleza y del nacer, el "es" conduce a la idea de cosa. Es sabido que ya en indoeuropeo, el proceso primario que condujo a la formación de los nombres abstractos no fue una "abstracción" de propiedades, sino antes bien la sustantivación de ciertas acciones de la naturaleza o del cuerpo y de la psique humanos: el "viento" es primitivamente el acto sustantivado de "estar venteando" (permítasenos no entrar en mayores precisiones). Y al sustantivarse, el mundo mismo queda, en cierto modo, escindido entre "cosas", de un lado, y de otro, "sucesos" que acaecen a las cosas, o acciones que ellas ejecutan. Con lo cual las cosas pierden, incluso semánticamente, el sentido activo de la acción que empezaron por sustantivar y del nombre que sirvió para designarías: el viento es entonces una cosa. Pues bien: ya creo que, desde un punto de vista meramente semántico, este proceso culmina en la idea misma del ser que introducen Parménides y Heráclito. Las cosas nacen y mueren; entretanto "están siendo". La sustantivación de este acto es la primera vaga intuición de la idea del ser: eón es el "estar siendo" de un impersonal. Pero esta acción al sustantivarse produce una grave escisión. De un lado, el "estar siendo" se convierte en "lo que es", el ente; de otro, hay la vicisitud ontológica de "llegar a perdurar en, o dejar de" ser de eso que es. El ser pierde su carácter activo: es la idea de cosa; y los procesos físicos son simples vicisitudes adventicias de las cosas.

Pero entonces ya no se percibe el menor inconveniente en que haya muchas cosas. Las cosas usuales de la vida dejarán de lado su carácter usual para convertirse en "cosas" a secas, las khrémata serán inmediatamente ónta, entes. Con lo cual el mundo en que todos vivimos, y que quedó inicialmente descalificado, vuelve a entrar, en la filosofía, en una nueva forma: la de las "muchas cosas". La idea de cosa ha nacido, pues (y esto es lo esencial en que me interesa insistir), en el momento  en que el "es" ha dejado completamente a espaldas la dimensión activa procedente del "nacer", para adscribirse exclusivamente a una de las varias posibilidades incoactivamente implicadas en dicho verbo: la que se refiere a la condición del objeto "nacido" o "engendrado".

Pero, por otro lado, hay algo más. El saber, veíamos, era, para Parménides y Heráclito, solamente saber lo que es. Esto significó que, así como la naturaleza es "lo que está siendo", así también la mens es un "sentido del ser" que se afirma por sí mismo en la realidad. El "es" fue así, en cierto modo, la sustancia misma de la mente y del logos. Pues bien: al independizarse el "es" del "nacer", se independiza también de esta realidad humana. Así, "des-animado" y "des-mentado", adquiere un rango autónomo: el "es" como cópula. Hasta ahora no había desempeñado función ninguna en filosofía. Pero ahora va a entrar en ella por la puerta que le abrieron Parménides y Heráclito. El pensar, además de ser impresión y visión, será afirmación o negación. El soporte del "es" será entonces preferentemente el logos: el logos de la vida usual, el que dice lo que en ella piensa el hombre y que sirvió para definirlo, entrará a su vez en la filosofía como "afirmación y negación".

Y los dos desarrollos que adquiere el "es", al perder el sentido activo que poseía por su primitivo arraigo en el "nacer" y en la mente pensante, convergen de modo singular. El "es" de la cópula se entenderá, ante todo, como el "es" de las cosas y recíprocamente. Con lo cual se produce una situación completamente nueva: la afirmación o negación sobre las cosas.

Evidentemente, apresurémonos a decirlo, en este momento no se especula ni sobre la idea de cosa ni sobre las afirmaciones acerca de las cosas. Pero la especulación recae sobre "cosas" y va orientada a ellas, en tanto que expresadas en una afirmación o negación. Este es el producto genial del nuevo espíritu.

Para concretar: tomemos, ante todo, la cuestión por el lado de las cosas. Se mantiene, desde luego —por lo menos en principio— con Empédocles y Anaxágoras la idea de Naturaleza concebida como raíz de aquéllas. Sólo la Naturaleza merecerá, pues, propiamente el título de "ser" con verdad y plenitud. A su lado, es verdad que ninguna de las cosas de este mundo usual  es, en última instancia, "cosa" en su sentido plenario; y, precisamente por no serlo, su nacimiento y su muerte no podrán interpretarse como una verdadera generación, sino como simple composición y descomposición, lo cual implica, en cambio, la existencia de muchas otras verdaderas cosas. La Naturaleza contiene "muchas cosas", esta vez en sentido estricto, de cuya combinación resultan las cosas usuales. Cada una de aquéllas será una verdadera cosa en el sentido de Parménides. Al aplicar, pues, la idea de cosa al mundo usual, el griego se ve inexorablemente compelido a continuar descalificándolo, pero esta vez disolviéndolo en una multiplicidad de verdaderas cosas, cuyo conjunto apretado constituye la Naturaleza. Empédocles llamará a estas "cosas verdaderas" las "raíces de todo", que supuso eran cuatro. Anaxágoras las llamó "semillas", y creyó que eran infinitas, pero sin separación; de suerte que en todo trozo de la realidad, por pequeño que sea, hay algo de todo. Una generación más tarde, Demócrito seguirá considerándolas como infinitas en número, pero separándolas para ello por el vacío, cuya realidad se proclama entonces por primera vez: es la idea del átomo. La generación siguiente, con Arquitas, recurrirá más bien a una especie de puntos de fuerza inextensos, pero extensibles. Platón llamará genéricamente a todas estas últimas cosas "elementos" (stoikheîa). Entender las cosas será conocer cómo se hallan compuestas de estos elementos. Empédocles y Anaxágoras hablarán entonces de las cosas usuales como predominios de unas raíces o semillas sobre otras; Demócrito, de combinaciones de átomos; Arquitas, de configuraciones geométricas. En todo caso, las cosas usuales estarán caracterizadas por lo que, desde Demócrito, se llamó esquema o figura (skhéma, eîdos).

El órgano que lleva a cabo esta interpretación del universo es el logos, que afirma o niega una cosa de otra. Por lo pronto, se entenderá que cada uno de los términos de la afirmación es, a su vez, una "cosa", ser y no ser será estar unido y separado. Afirmar o negar no será más que unir o separar con el logos. Así dirá, por ejemplo, Empédocles que las aves son, sobre todo, fuego. La "cosa-fuego" es, por un lado, el ser del ave; pero, por otro lado, nos da a entender lo que el ave es. El logos, que  significó primeramente decir o entender, ha pasado a significar entonces lo entendido; y por esto el fuego es, a la vez que ser del ave, razón suya. A esta razón el griego continuó llamándola logos. Un logos que es de la cosa, antes que del individuo que la expresa. Es, como diría un griego, el logos del ón, del ente; por tanto, algo que pertenece a la estructura de éste. Ha nacido el mundo del logos. La idea de las muchas cosas lleva a la idea del ser como razón, a la idea de la racionalidad de las cosas. Una idea preparada ya por la "medida" de Heráclito, pero que solo ahora adquiere pleno desarrollo.

Porque a partir de este nuevo estadio, el lugar natural de la realidad verdadera será la razón. Y comenzará a funcionar por vez primera esa maravillosa combinación de razones, de lógoi que llamamos raciocinio. Esta fue la obra, sobre todo, de Zenón; en manera alguna, como suele decirse, de Parménides. Claro está que en forma rudimentaria. Para esta primera forma arcaica de la lógica, afirmar o negar será unir o separar cosas. De ella surgieron las célebres aporías de Zenón. Cualquiera que sea su último sentido, de aquí ha de partir toda interpretación suya. Reconocemos ya, en esta lógica, el gigantesco brinco que habrá de dar más tarde Aristóteles para descubrir, junto a las cosas, sus "afecciones o accidentes", con lo cual cambiará de alto en bajo el cuadro del logos y creará el edificio de la lógica clásica.

En las generaciones siguientes, la de Demócrito y la de Arquitas, este instrumento dará los primeros productos espléndidos del espíritu ateniense: la matemática, la teoría de la música, la astronomía; y comenzará a codificarse también la teoría de los temperamentos. Sólo un par de veces cruzará por el mundo del logos un sintomático estremecimiento. Allá cuando Platón pregunte si los elementos de la razón son, a su vez, racionales, o cuando Theetetos descubra racionalmente, en la raíz cuadrada de dos, la realidad de lo irracional. Poco importa.

En estas tres generaciones, que se han sucedido apretadamente, se ha operado una enorme creación mental. Las cosas han cobrado estructura racional: ser es razón. La mente se ha convertido en entendimiento y volcado en el logos: el "es" ya no es objeto de visión, sino de intelección y de dicción. La  Sabiduría ha dejado de ser una visión del ser para convertirse en ciencia: el Sabio irá apartando progresivamente su mirada de la Naturaleza para fijarse en cada cosa; la Naturaleza, con mayúscula, cederá el paso a la naturaleza con minúscula. Cada cosa tiene su naturaleza. Descubrirla racionalmente es la misión del Sabio; el sabio será, desde ahora, el científico. Aristóteles nos refiere, efectivamente, que se llama también sabio al que tiene una ciencia estricta y rigurosa de las cosas (Met., 982, a13).

Es la obra de ese minúsculo factor que se ha deslizado en la mente europea para atenazaría sin descanso: el "es".

4. La Sabiduría corno retórica y cultura.—A raíz de las Guerras Médicas, no sólo se desarrollan los nuevos saberes que dieron origen a la constitución de la ciencia. También, y principalmente, cambia la posición del ciudadano en la vida pública, y con ella nace una nueva tékhne, un nuevo saber técnico: la política. El logos del hombre no es sólo facultad de entender las cosas: es también, según indicamos, lo que hace posible la convivencia. Se convive, en efecto, cuando hay asuntos comunes. Y ningún asunto se hace común sin dar una cierta publicidad al pensamiento de cada cual. Vimos en el párrafo anterior cómo entró en la filosofía cada cosa con el logos que la enuncia. Pues bien: va a entrar también en ella el logos de cada uno de los ciudadanos. Y por esta segunda dimensión del logos la filosofía irá a parar a regiones insospechadas. Tal va a ser —en parte, por lo menos— la obra de la Sofística, con Protágoras a la cabeza. No es que la sofística sea exclusiva, ni tan siquiera primariamente filosofía; pero indiscutiblemente envuelve una filosofía explícita unas veces, implícita otras.


 

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