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EDWIN YANES TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS ESQUIPULAS CHIQUIMULA GUATEMALA C.A. 2009
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SÓCRATES PARTE II


 

Desde luego, en lo que tiene de filosofía, la sofística, por paradójico que ello pudiera parecer, es posible gracias a Parménides y Heráclito. Recordemos una vez más cómo el "es" se independizó de su sentido activo, tanto en las cosas como en el pensar. Consideremos ahora este pensar, no en cuanto enuncia cosas, sino de su función pública, en el hablar. ¿De qué se habla? De cosas. Pero las cosas que constituyen la vida pública son los "asuntos". La ciencia interpretó inmediatamente, según vimos, estas prágmatas y kherêmata como ónta; instrumentos,  utensilios y medios de vida fueron, ante todo, "cosas". Ahora, en cambio, eso que la ciencia llamó "cosas" pasa a segundo plano: lo primario son las cosas en el sentido de que nos ocupamos y nos servimos de ellas. Y, en este sentido más amplio, son cosas muchas que no lo son como entes: por ejemplo, los asuntos, la ciencia misma. De las cosas, así entendidas, es de lo que los hombres hablan entre sí. En la vida ciudadana tendrán una función central las horas de la skhole, del ocio o reposo de los "negocios"; y allí, en el ágora, en la plaza pública, el ciudadano, "liberado" de sus negocios, se dedica a "tratar" de sus asuntos concernientes a cosas. Es la vida pública o política.

Pues bien: el "es" de la conversación va a ser el "es" de las cosas tales como aparecen en la vida usual. El logos de la conversación no es una simple enunciación, sino que expresa una aseveración frente a la de los demás interlocutores. El "es" refleja entonces lo que hace posible la conversación, aquello a que toda aseveración tiende y ante quien toda aseveración va a inclinarse. Cuando el "es" adquirió rango propio en la intelección se tuvo la afirmación o negación de cosas. Cuando el "es" se introduce temáticamente en el diálogo, significa más bien "que es", esto es, la verdad. Cada aseveración pretende ser verdadera, pretende nutrirse del "es" y apoyarse en él. El "es" es lo común a todos, el "con" de la convivencia. Gracias a él, la simple elocución se torna en diálogo. Es menester no olvidar esta conexión para interpretar el sentido de lo que va a acontecer: la lógica, como teoría de la verdad, nació esencialmente del diálogo. Razonar fue, ante todo, discutir.

El "es", como verdad, afecta primariamente al decir y al pensar mismos. Junto a las obras de sus contemporáneos Empédocles y Anaxágoras intituladas "Acerca de la Naturaleza", una de las obras de Protágoras se llamará "Acerca de la Verdad". Claro está que ya Parménides había hablado de la vía de la verdad. Pero allí la verdad era el nombre del camino que conduce a las cosas; aquí ha pasado a significar el nombre de las cosas en cuanto averiguadas por el hombre. Y esto lleva al problema del "es" por nuevos derroteros. Porque mientras el hombre no hace más que contemplar las cosas y enunciarías,  no tiene ante sus ojos sino las cosas. Pero en cuanto dialoga, eso que las cosas son transparece a través de lo que otro dice. Lo que inmediatamente tengo entonces ante mis ojos no son las cosas, sino los pensamientos del otro. Los problemas del ser se convierten automáticamente en problemas del decir. La razón de las cosas deja el paso a mis razones personales. Hasta el punto de que la primera intuición de que algo es verdad proviene de algo en que todos están de acuerdo.

Si todos dijeran lo mismo, no habría cuestión. Pero lo grave es que hay cuestiones precisamente cuando los hombres, al querer vivir de las cosas mismas, se encuentran en mutua discordia. La conversación servirá, en principio, para ponerlos de acuerdo. He ahí el hecho fundamental de que partiera Protágoras. El "es" sólo hace posible la convivencia salvando lo que dice cada cual. De aquí derivan dos consecuencias.

Primeramente, la discordia pone de manifiesto que el "es", como principio del diálogo y fundamento de la convivencia, significa la "manera de ver las cosas". Ser significa "parecer". A cada cual —este es el sentido del diálogo— le parecen las cosas de una cierta manera. Pero no se trata de un subjetivismo. Se trata precisamente de todo lo contrario: de que no puede hablarse de lo que las cosas sean o no, sino en la medida en que los hombres se refieren a ellas. Esta referencia es esencial a las cosas usuales de la vida y lo que las constituyen en tales. Lo que en ella acontece es simplemente que las cosas "aparecen" ante el hombre. El ser de las cosas usuales de la vida significa para estos hombres "aparecer". Algo que no apareciera ante nada ni ante nadie no sería una cosa de la vida. El criterio del ser y del no ser de las cosas como khrémata, como cosas usuales, es el aparecer ante los hombres. Esta es la célebre frase de Protágoras. En ella se enuncia algo trivial e inobjetable: la vida del hombre es la piedra de toque del ser de las cosas con que en la vida tratamos.

Este "es" de las cosas así entendidas va a tropezar inmediatamente con el ser de las cosas en el otro sentido, como existentes en la Naturaleza. Entonces, Protágoras va a intentar hacer de Sabio a la antigua. Va a querer fundamentar "científicamente" las cosas de la vida. Tomadas como cosas existentes en  la Naturaleza, la afirmación de Protágoras lleva a hacer del "es" una relación, un prós ti, como decía Sexto Empírico al exponer la doctrina del sofista de Abdera. La realidad "física" de las cosas no es más que relación. Nada es algo en sí mismo; lo es tan sólo por su relación con otro. Y en este sistema de relaciones hay, para los hombres, una que es decisiva: la del "aparecer". Las cosas "aparecen" ante el hombre; al hombre le "parecen" ser de cierta manera. El ser como relación se hace patente en el saber como opinión, como dóxa. No es un subjetivismo ni un relativismo, sino un relacionismo.

Pero hay otra consecuencia tan grave como la primera. No se trata de tomar las opiniones como enunciados verbales, sino como afirmaciones que pretenden ser verdad, que emergen, por tanto, del ser de las cosas. Salta a la vista entonces que, sí hay opiniones diversas, es porque hay una diversidad en cada cosa. Más concretamente: a toda opinión cabe siempre el principio, contraponer otra diametralmente opuesta, que se nutrirá de razones sacadas también de las cosas, puesto que son ellas las que aparecerán opuestamente a mi vecino. El légein, el decir del animal político, está sometido al antilégein, al contra-decir. Y como ambos decires arrancan de la cosa misma, habrá que convenir en que la relación que constituye su ser es, en sí misma, antilógica. De ahí la inexorable necesidad de discutir. La discusión es esencialmente antinómica, porque el ser es constitutivamente antilógico. Esta es la filosofía de Protágoras. Nos encontramos a mil leguas de la racionalidad del ser que descubre la ciencia de sus contemporáneos. Todo es discutible; porque nada tiene consistencia firme, el ser es inconsistente. La inconsistencia del ser frente a su consistencia. Y, por extraña paradoja, este modo de existir en la pólis, en la ciudad, va a querer encontrar apoyos científicos. La influencia de la Medicina ha sido, en este punto, decisiva. Puede afirmarse, casi sin miedo a errar, que mientras la física y la matemática han llevado a los griegos al mundo de la razón, la Medicina ha sido el gran argumento para el mundo de la sofística. Es verdad que Anaxágoras afirmó, según vimos, que en todo hay algo de todo. Arquitas y los matemáticos, aun admitiendo la racionalidad de las cosas, las consideraron también en perpetuo movimiento  geométrico. Pero la ciencia decisiva que sirvió para el efecto fue la Medicina: la importancia de la salud y de la enfermedad, no solamente para percibir las cosas, sino inclusive para pensarías; de suerte que el pensamiento propende a ser de nuevo un modo de percibirías. El aparecer y el parecer van tomando así cada vez más la acepción de "sentir". Y "ser" acabará significando "ser sentido". La inconsistencia del ser termina en una teoría del saber como impresión sensible. Y los sofistas se esforzarán en traducir a la nueva filosofía la tesis de Parménides y Heráclito.

Pero volvamos a colocar la "opinión" en el marco de la vida pública, sólo en función de la cual tiene sentido todo este desarrollo. Toda opinión tiene, por lo pronto, un cierto carácter de firmeza; lo contrario sería una impresión fugaz y sin interés. Pero esa firmeza no la recibe de las cosas, las cuales precisamente carecen de ella. La firmeza de la opinión procede tan solo de quien la profesa, del opinante mismo. De ahí que sí la vida requiere opiniones firmes haya que formar al hombre. La Sabiduría ya no es ciencia: es simplemente algo puesto al servicio de la educación (Paideia) de su physis. Y, como tal, rebasa de la esfera puramente intelectual: no excluye el saber, pero lo pone al servicio de la formación del hombre. ¿De qué hombre? No del hombre en abstracto, sino del ciudadano. ¿Qué formación? La política. La sofística ha creído formar los nuevos hombres de Grecia desentendiéndose de la verdad. ¿Cómo?

Cuando los ciudadanos hablan de sus asuntos es para adquirir. convicciones. Todo lo demás va enderezado a ese punto. Así como el razonamiento es lo que lleva al logos científico, la antilogía lleva derechamente a la técnica de la persuasión, que es algo así como la lógica de la opinión. Como ser es aparecer, persuadir será hacer que una opinión parezca más fuerte que otra. Y se conseguirá cuando logre hacer vacilar al adversario, Retórica. A partir de este momento, la Sabiduría, como educación cívica, se concreta, por el lado intelectual, en retórica.

 Pero la retórica necesita materiales, lo que llamaríamos las ideas. Las ideas adquieren, por su dimensión social, el carácter de cosas usuales, algo destinado a ser manejado, más que a ser entendido, en la doble forma como las ideas pueden ser manejadas: aprendiendo y enseñando, convertidas en máthema. La Sabiduría como retórica conduce a La Sabiduría como enseñanza. La educación consiste en cultivar al hombre, y en él a sus ideas, por la enseñanza. Con ella, el sofista forma ciudadanos cultos, llenos de ideas y capaces de utilizarlas para crear opiniones dotadas de consistencia pública. La misma palabra que en griego designa la opinión sirve también para designar la fama. Retórica y Cultura: he ahí la Sabiduría de la vida pública ateniense.

Resumamos: La Sabiduría, que era, desde sus comienzos, un saber de las ultimidades del mundo y de la vida, muy próxima, por ello, a la religión, se convirtió, en las costas de Asia Menor, en un descubrimiento o posesión de la verdad sobre la Naturaleza; esta verdad sobre la Naturaleza se hizo visión de lo que las cosas son con Parménides y Heráclito: la visión del ser se concretó, por un lado, en ciencia racional; por otro, en retórica y cultura en la vida ciudadana de Atenas. Tal era la situación en que Sócrates encontró su mundo. Una situación cuyos ingredientes dinámicos le son esenciales y que van a constituir el punto de partida de su actividad.

                                            IV

SOCRATES: EL TESTIMONIO DE JENOFONTE Y DE ARISTOTELES

En las primeras líneas de sus Memorables nos dice Jenofonte lo siguiente: "Sócrates, en efecto, no hablaba, como la mayoría de los otros, acerca de la Naturaleza entera, de cómo está dispuesto eso que los sabios llaman Cosmos y de las necesidades en virtud de las cuales acontece cada uno de los sucesos del cielo, sino que, por el contrario, hacía ver que los que se rompían la cabeza con estas cuestiones eran unos locos.

"Porque examinaba, ante todo, si es que se preocupaban de estas elucubraciones porque creían conocer ya suficientemente las cosas tocantes al hombre o sí porque creían cumplir con su deber dejando de lado estas cosas humanas y ocupándose con las divinas. Y, en primer lugar, se asombraba de que no viesen con claridad meridiana que el hombre no es capaz de averiguar semejantes cosas, porque ni las mejores cabezas estaban de acuerdo entre sí al hablar de estos problemas, sino que se arremetían mutuamente como locos furiosos. Los locos, en efecto, unos no temen ni lo temible, mientras otros se asustan hasta de lo más inofensivo; unos creen que no hacen nada malo diciendo o hablando lo que se les ocurre ante una muchedumbre, mientras que otros no se atreven ni a que les vea la gente; unos no respetan ni los santuarios, ni los altares, ni nada sagrado, mientras que otros adoran cualquier pedazo de madera o de piedra y hasta los animales. Pues bien: los que se cuidan de la Naturaleza entera, unos creen que "lo que es" es una cosa única; otros, que es una multitud infinita; a unos les parece que todo se mueve; a otros, que ni tan siquiera hay nada que  pueda ser movido; a unos, que todo nace y perece; a otros, que nada ha nacido ni perecido.

"En segundo lugar, observaba también que los que están instruidos en los asuntos humanos pueden utilizar a voluntad en la vida sus conocimientos en provecho propio y ajeno, y (se preguntaba entonces) si, análogamente, los que buscaban las cosas divinas, después de llegar a conocer las necesidades en virtud de las cuales acontece cada cosa, creían hallarse en situación de producir el viento, la lluvia, las estaciones del año y todo lo que pudieran necesitar, o si, por el contrario, desesperados de no poder hacer nada semejante, no les queda más que la noticia de que esas cosas acontecen.

"Esto era lo que decía de los que se ocupaban de estas cosas. Por su parte, él no discurría sino de asuntos humanos, estudiando qué es lo piadoso, qué lo sacrílego; qué es lo honesto, qué lo vergonzoso; qué es lo justo, qué lo injusto; qué es sensatez, qué insensatez; qué la valentía, qué la cobardía; qué el Estado, qué el gobernante; qué mandar y quién el que manda, y, en general, acerca de todo aquello cuyo conocimiento estaba convencido de que hacia a los hombres perfectos, cuya ignorancia, en cambio, los degrada, con razón, haciéndolos esclavos" (1, 1, 11-17).

No es, desde luego, el único texto, pero es, ciertamente, uno de los más significativos, porque en breve espacio se agrupan la mayoría de los términos que han ido apareciendo en nuestra exposición, y se presta por esto, como pocos, para situar la obra de Sócrates.

Agreguemos el testimonio de Aristóteles según el cual "Sócrates se ocupó de lo concerniente al éthos, buscando lo universal y siendo el primero en ejercitar su pensamiento, en definir." (Mét., 987, b. 1.)

Es sobradamente conocida la imagen de Sócrates que nos describe Platón en su apología: el hombre justo que prefiere aceptar la ley, aunque se vuelva contra su vida.

Una cosa resulta clara: Sócrates toma una cierta actitud ante al Sabiduría de su tiempo, y a base de ella comienza su acción propia.

 V                                         

SOCRATES: SU ACTITUD ANTE LA SABIDURIA DE SU TIEMPO

En primer lugar, la actitud de Sócrates ante la Sabiduría de su tiempo.

El mundo en que Sócrates vive ha asistido a una experiencia fundamental del hombre que, por lo que respecta a nuestra cuestión, puede resumirse en tres puntos: la constitución del Estado-Ciudad mediante el acceso de cada cual, con sus opiniones propias, a, la vida pública; la crisis de la sabiduría tradicional, y el desarrollo de los nuevos saberes. La intervención del ciudadano en la vida pública dio lugar a la constitución de la retórica y al ideal del hombre culto. En esta cultura se apelaba también a los grandes ejemplares de la Sabiduría tradicional: Anaximandro, Parménides, Heráclito, etc., no por lo que tuvieran de verdad, sino por su consagración pública. Con lo cual su saber dejó de ser Sabiduría para convertirse en cosa manejable, en tópos, en tópico, que se utiliza en beneficio propio o con ocasión de consagración personal medi.ante la polémica. El celo y la insolencia tiene idéntica raíz: el tópico. En cambio, los nuevos saberes se contraponen con complacencia morosa a las sabidurías clásicas; mientras éstas eran algo divino, las téknai nacieron, según el mito de Prometeo, de un robo hecho a los dioses. Con ellas adquirieron los hombres la sabiduría de la vida. Son saberes que se obtienen en el curso de ésta y que se tienen a disposición de cualquiera mediante la instrucción; son mathémata.

Esta experiencia se halla inscrita en una situación especial: en la vida pública. Y esto le da su carácter específico, mucho más esencial para Sócrates que su mismo contenido. Toda esa  experiencia es una experiencia de los asuntos y cosas de la vida, sobre todo públicas. Dentro de ella es donde cobra un sentido y alcance propios.

En efecto: no sólo lo que se sabía, "las ideas", eran cosas públicas, sino que pasó a serlo también el saber mismo en cuanto tal. El saber degeneró en conversación, y el diálogo en disputa. En la disputa las cosas aparecen sujetas a antinomia, y es en ella donde se acusa el carácter antilógico del "es" de las cosas, es decir, donde pierde toda su transcendencia y gravedad. Del "es" nacieron las grandes sabidurías, que se convirtieron en tópico, precisamente al perder su punto de apoyo en la consistencia de aquél. Si el "es" es antilógico, todo es verdad a su modo, al modo de cada cual. Y en esta evaporación del "es" se desvanece también el hombre mismo. El ser del hombre se convierte en simple postura. Expresemos lo mismo de otro modo: nada tiene importancia para el sofista, y, por eso, nada le importa: sólo le importan sus propias opiniones, y ello no porque sean importantes, sino porque los demás les dan importancia; no porque las tome en serio, sino porque las toman en serio los demás. Aristóteles decía, por esto, que la Sofística no era Sabiduría, sino apariencia de Sabiduría. Dicho en otros términos: frivolidad intelectual. Con lo cual, si bien quedó descalificada por su contenido, planteé a la Filosofía el problema de la existencia del sofista. La Sofística, como filosofía, no atrajo la atención de Sócrates, ni de Platón, ni de Aristóteles, salvo la interpretación sensualista del ser y de la ciencia, a que en algún momento aludió Protágoras. Pero el sofista, sí. El "Sofista" de Platón y la polémica de Aristóteles no son, en efecto, otra cosa sino la metafísica de la frivolidad.

A esta situación de la Sofística corresponde la de Sócrates. Sócrates se sitúa de una cierta manera ante este tipo de existencia, y de ello dependerá, a su vez, el contenido de la suya propia.

Sócrates no ha tomado el contenido de la experiencia intelectual de sus coetáneos, aislándola de la situación de donde emerge. Todo lo contrario. Y es menester subrayarlo taxativamente para comprender en su justo alcance la actitud de Sócrates ante el contenido de la inteligencia. 

La primera operación de Sócrates ante esa ola de publicidad, es la retracción. Retracción de la vida pública. Comprendió que vivía en una hora en que lo mejor del hombre sólo podía salvarse retirándose a su vida privada. Y esta actitud de Sócrates fue todo, menos una postura elegante o displicente. Protágoras tenía un mínimo de sustancia intelectual, pero las dos generaciones de sofistas que le suceden no hacen, para los efectos de la inteligencia, más que conversar y pronunciar discursos de belleza huera, menester bien distinto del de dialogar y discurrir. Para ello se precisan cosas. La seriedad del diálogo y la penosidad del discurrir sólo son posibles por la sus-tanda de las cosas. Al disolver el ser en pura antilogia, al convertirlo todo en pura insustancialidad, el hombre se ve abandonado a la deriva de la frivolidad. Y, ¿qué es lo que hizo que para estos hombres se perdiera la realidad y la gravedad del "es"? Sencillamente, la pérdida de aquello mismo que lo hizo patente ante los ojos de los grandes pensadores: la mente pensante. Cuando el decir se independiza del pensar y éste deja de gravitar por entero sobre el centro de las cosas, el logos queda suelto y libre. Porque el logos tiene, efectivamente, esas dos dimensiones: la privada y la pública. El pensar, en cambio, la reflexión, no tiene más que una: la privada. Lo único que podemos hacer es expresar el pensamiento en el logos. Y este es el riesgo constitutivo de toda expresión: dejar de expresar pensamientos para ser un puro hablar como si se pensara. Cuando esa situación llega, el hombre no puede hacer más que callar y volver al pensamiento. La retracción de Sócrates no es una simple postura como la postura de los sofistas: es el sentido de su vida misma, determinada, a su vez, por el sentido del ser. Por esto es una actitud esencialmente filosófica.

La actitud de Sócrates ante la Sabiduría tradicional viene condicionada por esta posición en que se ha situado. Por lo pronto, Sócrates la enjuicia desde el punto de vista de su eficacia en la vida, tal como pretende afirmarse en los hombres pon quienes convive. Esa apelación a lo uno o a lo múltiple, a lo finito o a lo infinito, al reposo o al movimiento, es absolutamente innocua para asentar la vida cotidiana. Este es su punto de partida, no otro. La prueba está en que, como  argumento decisivo, se nos presenta en el pasaje de Jenofonte antes transcrito, el que, después de conocer la estructura del Cosmos, no podemos manejarlo a tenor de nuestras necesidades. Sócrates, pues, prescinde en absoluto, de momento, de lo que pueda haber de verdad o de no verdad en esas especulaciones; lo que le interesa es subrayar su futilidad como medios de vida. Es cierto que antes ha llamado dementes a los que se ocupan de la Naturaleza. Pero este es otro aspecto de la cuestión, íntimamente ligado con el anterior, sobre el que volveremos después. Esta Sabiduría que lleva a la antilogia —he aquí lo esencial para Sócrates— pone de manifiesto que los sabios son, en esta medida, de-mentes. Les falta la mens, el noûs. Esta Sabiduría ha abandonado completamente el noeîn para volcarse solamente en el hablar, en el légein.

Y esto que le obliga a retirarse es también lo que determina su actitud. La Sabiduría nació de la mente pensante. Al perderla, dejó de ser Sabiduría. El saber ya no es producto de una vida intelectual, sino simple recetario de ideas. Por eso la elimina Sócrates. Pero claro está que lo que le lleva a eliminarla es, al propio tiempo, el único modo de salvarla. La ironía socrática es la expresión de la estructura noética que va a salvar a la Sabiduría.

Y la prueba de que ésta es su actitud la tenemos en que no se nos dice nada respecto de los descubrimientos físicos de Demócrito, ni de la incipiente matemática ateniense. Naturalmente. Para nosotros, que hemos recogido el magnífico legado de la mecánica, de la astronomía, de la medicina y de la matemática griega, nos parece que esto es lo que fue la ciencia helénica. Pero recordemos que toda esta ciencia comienza a adquirir vertiginosamente su enorme volumen precisamente en la generación inmediatamente posterior a Sócrates. De la Academia platónica se nos refiere que tenía tal impresión de la cantidad de saber nuevo, que se estimaba precisa más de una vida tan sólo para informarse de él. Y Demócrito, contemporáneo de Sócrates, tenía fama de haber sido el último verdadero enciclopedista del saber. Es evidente, pues, que estos saberes —únicos que para nosotros, europeos, tienen importancia— eran aún casi rudimentarios y minúsculos en tiempo de  Sócrates, y que desaparecían junto a los grandes monumentos del saber tradicional: Parménides, Heráclito y aun el propio Empédocles y hasta Anaxágoras. Cuando se habla de la actitud negativa de Sócrates ante la ciencia o habría que evitar el equivoco de envolver en ella a la que nosotros estamos acostumbrados a llamar la ciencia griega. Tanto más cuanto que varias de estas ciencias serán cultivadas, y a veces genialmente acrecentadas, por personajes pertenecientes a escuelas de inspiración socrática. Por lo demás, pretender que Sócrates tuviera que dedicarse a ellas, para que no las despreciara, es exigencia a todas luces desmesurada.

Lo único que habría que añadir, a propósito de estos saberes nuevos, es lo que hemos visto ya a propósito de la sabiduría clásica; no sea que estos científicos vayan también perdiendo su mente. Es el gran riesgo de la ciencia, y, probablemente, estas apresiones no fueron extrañas al alma de Sócrates.

En resumen: la actitud de Sócrates ante el mundo intelectual de su época es, ante todo, la negación de su postura: la vida pública. Sócrates se retira a su casa, y en esa retirada recobra su noûs y deja a la Sabiduría tradicional en suspenso. El "es" vuelve a recobrar su importancia y su gravedad. Las cosas, entonces, recobran consistencia, se hacen nuevamente resistentes y plantean auténticos problemas. Con ello, el hombre mismo adquiere gravedad. Lo que hace y no hace y el cómo lo hace quedarán vinculados a algo anterior a sí propio: lo que él y las cosas "son". La reaparición del "es" constituye la restauración de la Sabiduría real.

Pero, ¿de qué Sabiduría? Porque nada vuelve a ser totalmente como ha sido. Esta es la segunda cuestión: la acción positiva de Sócrates.

                                             VI

SOCRATES: LA SABIDURIA COMO ETICA

Lo que haya sido la acción positiva de Sócrates en orden a la filosofía está ya predeterminado en la forma misma en que se sitúa. ¿Es o no intelectual? A esta pregunta no puede darse una respuesta unívoca. Para nosotros, es decir, para las generaciones que le sucedieron, si. Para su época, y probablemente para sí propio —todos, más o menos, nos juzgamos desde nuestro mundo—, no.

Para su época, no; porque Sócrates no se dedicó a ningún menester de los que en ella se llamaron intelectuales. No se ocupó de cosmología, no se debatió con los problemas tradicionales de la filosofía. No fue, desde luego, el inventor del concepto y de la definición. Las expresiones aristotélicas no han de tomarse necesariamente en la acepción rigurosamente técnica que después han tenido. En realidad, Aristóteles se limitó a decir que Sócrates buscaba qué son las cosas en sí mismas, no en función de las circunstancias, y que trató de atenerse al sentido de los vocablos para no dejarse arrastrar por el brillo de los discursos. Tampoco es muy probable que hiciera grandes inventos éticos: por lo menos, no nos consta que se ocupara más que de la virtud privada y pública en sus varias dimensiones. ¿Cómo había de ser tenido por intelectual? ¿Cómo había de tenerse a sí propio por tal? El intelectual de su época era un Anaxágoras, un Empédocles, un Zenón, un Protágoras quizá. Nada de esto fue Sócrates. Nada de esto quiso ser. Quiso mas bien no serlo.

¿Era entonces simplemente un justo, un hombre de moral perfecta? No sabemos a ciencia cierta qué moral profesó, ni tan siquiera conocemos el detalle de su vida. Por otra parte, la política ha contribuido, a veces, con sus yerros, a crear grandes figuras históricas en la imaginación de los ciudadanos. En todo caso, su indiscutible elevación moral no hubiera justificado su influencia filosófica. Y ésta ha sido decisiva. Toda la crítica histórica del planeta será incapaz de desvanecer ese hecho, cuya fisonomía podrá ser confusa, pero cuyo volumen está ahí gravitando imperturbable.

Digámoslo de una vez. Sócrates no ha creado ciencia: ha creado un nuevo tipo de vida intelectual, de Sabiduría. Sus discípulos han recogido el fruto de esa nueva vida. Y como aconteció en su hora a Parménides y Heráclito, acontece también a Sócrates: al despertar a una vida nueva, ésta se entiende, en sus comienzos, en función de la antigua. Por esto, para unos, Sócrates era un sofista más; para otros, un buen hombre. Para su descendencia fue un intelectual. En realidad, inauguró simplemente un nuevo tipo de Sofía. Nada más, pero nada menos.

Hasta ahora no hemos visto esta Sabiduría más que en un aspecto negativo: su retracción ante la intelectualidad al uso, su repulsa enérgica para ella. Sócrates queda alejado de la vida pública, retraído a su existencia privada. Abandona la retórica para tomar en serio el ser y el pensamiento. Pero sería un error suponer que esta retirada fue la adopción de un aislamiento total. Sócrates no fue un pensador solitario. Lo privado de una vida no es idéntico a su aislamiento. Hay, por el contrario, el riesgo de que el solitario encuentre, en su soledad aislada, un modo de notoriedad y, por tanto, de publicidad. Que algunos discípulos suyos malentendieran así su actitud es cosa conocida. No se trata de esto. Mucho menos aún de lo que ha sido, por ejemplo, la soledad para Descartes. El "solus recedo" de Descartes, ese quedar a solas consigo mismo y su pensamiento, está a doscientas leguas de Sócrates, por la razón sencilla de que no ha habido ningún griego que haya tomado esa actitud mental. A donde Sócrates se retira es a su casa, a una vida semejante a la del cualquier otro, sin entregarse a las novedades de una concepción progresista de la vida, tal como se hacía en la élite ateniense, pero sin dejarse impresionar  tampoco por la mera fuerza del pasado. Tiene sus amigos, y con ellos habla. Para todo buen griego el hablar va tan unido al pensar como para el semita rezar y recitar; la oración del semita es justamente eso, oración, algo en que participa siempre su os, su boca. Para un griego, el hablar no se da aislado del pensar: el logos es, a la vez, lo uno y lo otro. Entendió siempre el pensamiento como un diálogo silencioso del alma consigo misma, y el diálogo con los demás como un pensamiento sonoro. Sócrates es un buen heleno: piensa hablando y habla pensando. De hecho, de él ha salido el diálogo como modo de pensamiento.

Pero, ¿cómo vive Sócrates? Por lo menos, ¿cómo entiende que se ha de vivir? Esto es lo esencial.

Por lo pronto, ya lo veíamos, con noûs, con mente. Aristóteles nos dice que ejercitó su pensamiento, su diánoia. Sin embargo, había aquí algo confuso. La filosofía tradicional había surgido de la mente pensante, y de ella se nutrió, tanto en el alma del filósofo como en su expresión, por medio del logos. Sin embargo, ya lo hicimos notar, en el momento quizá más decisivo de la filosofía pre-socrática, esa mente se aplica a la naturaleza, a eso que se venía llamando lo divino, dejándose fuera el mundo usual, a sus cosas, a los hombres, a sus más importantes vicisitudes, y dejándolo fuera, no de cualquier modo, no por una simple preterición, sino en forma mucho más grave: descalificándolo, como doxa, arrojándola fuera del mundo del ser, como algo que pretende ser, pero no es en verdad. Y por esto Sócrates llamó a estos filósofos dementes. Precisamente las generaciones inmediatamente posteriores a las guerras médicas reaccionaron con vigor, según vimos también, pero lo que triunfa en el orden de la inteligencia es lo que llevará más tarde a la ciencia racional de las cosas naturales. Sus primeros elaboradores, Empédocles y Anaxágoras, se parecen todavía demasiado a Parménides y Heráclito. En cambio, aquellos en quienes la ciencia va a prender con plenitud, apenas han comenzado a nacer en tiempo de Sócrates No pudo, pues, preocuparse excesivamente de ellos, y Empédocles y Anaxágoras, en cuanto científicos, son poco más que gérmenes. Por lo que tienen de afín con la sabiduría clásica, son incapaces, como ésta, de llegar  satisfactoriamente a las cosas de la vida usual. Sólo Protágoras ha intentado partir de las cosas, no como cosas naturales, como ónta, sino como cosas usuales, khrémata. Pero ya vimos a dónde llegó.

Pues bien: Sócrates es, en este punto, un típico representante de su generación. Se explica que se le tomará por sofista. Trató de pensar y hablar de las cosas, tales como se presentan inmediatamente en la vida diaria. Pero no en la vida pública, en plena dóxa, sino, al revés, tomándolas en sí mismas, es decir, en lo que son de veras, independientemente de las circunstancias. Sócrates se ha situado, de momento, en la vida privada. La vida pública vendrá después. Sólo un buen hombre puede ser un buen ciudadano, y sólo un buen ciudadano puede ser un buen político. La mente de Sócrates se aplicará, pues, a las cosas usuales de la vida, sin retórica, pero con mente. Hasta él, la mente se aplicó tan sólo a "lo divino", a la Naturaleza, al Cosmos o a la investigación racional de la naturaleza de las cosas. Ahora va a concentrarse, por singular paradoja, en las modestas cosas de la vida usual. He ahí su radical innovación. El grave defecto de la filosofía tradicional, para Sócrates, fue el haber desdeñado la vida cotidiana, haberla descalificado como objeto de sabiduría, para pretender después regirla con consideraciones sacadas de las nubes y de las estrellas. Sócrates medita sobre estas cosas usuales y sobre lo que el hombre hace con ellas en la vida. Medita, además, sobre las tékhnai. Pero estas tékhnai sobre que Sócrates medita son, por esto, no solamente las que se constituyen en saberes científicos, sino todo "saberhacer", de la vida: los oficios, como el de carpintero, curandero, etcétera. Todo el conjunto de capacidades de vida que el hombre adquiere en su trato con las cosas. Este es el concepto griego de areté, virtud, que de suyo no tiene el menor sentido primariamente moral. El "es" entra nuevamente en filosofía, pero no es el "es" de la naturaleza, sino el "es" de estas cosas que están al alcance de los hombres y de que depende su vida. Creo que el texto de Jenofonte resulta, en este punto, suficientemente explícito.

Donde más claramente se percibe el intento socrático es en el sentido en que emplea el célebre "conócete a ti mismo". Esta noûs de cada cual la voz que dicta lo que "es" la virtud. frase del oraáculo de Delfos significaba que el hombre no ha de atribuirse prerrogativas divinas, sino que ha de aprender a mantenerse modestamente en su pura condición humana. Sócrates carga el apotegma con un nuevo sentido.

Salgamos inmediatamente al paso de una falsa interpretación. Que Sócrates medite sobre las cosas de la vida usual no quiere decir que medite solamente sobre el hombre y sus actos. De ordinario se ha tomado en este sentido el testimonio de Aristóteles. Sin embargo, el vocablo griego éthos tiene un sentido infinitamente más amplio que el que damos hoy a la palabra "ética". Lo ético comprende, ante todo, las disposiciones del hombre en la vida, su carácter, sus costumbres y, naturalmente, también lo moral. En realidad, se podría traducir por "modo o forma" de vida, en el sentido hondo de la palabra, a diferencia de la simple "manera". Pues bien: Sócrates adopta un nuevo modo de vida; la meditación sobre lo que son las cosas de la vida. Con lo cual, lo "ético" no está primariamente en aquello sobre que medita, sino el hecho mismo de vivir meditando. Las cosas de la vida no son el hombre; pero son las cosas que se dan en su vida y de las que ésta depende. Hacer que la vida del hombre dependa de una meditación sobre ellas, no es meditar sobre lo moral, a diferencia de lo natural: es, sencillamente, hacer de la meditación el éthos supremo. Dicho en otros términos: la sabiduría socrática no recae sobre lo ético, sino que es, en sí misma, ética. Que de hecho aplicase su meditación con preferencia a las virtudes cívicas, es cosa por demás secundaria. Lo esencial es que el intelectual dejó de ser un vagabundo que vive en las estrellas para convertirse en hombre sabio. La Sabiduría como ética: he ahí la obra socrática. En el fondo, una nueva vida intelectual.

Esta ética de la meditación sobre las cosas de la vida llevó inexorablemente a una intelección específica de éstas. Con la filosofía tradicional, ya lo vimos, la naturaleza es aquello de donde todo emerge; y cuando la Sabiduría adoptó la forma de ciencia racional, las cosas se presentaron a la mente con su physis propia. "La Naturaleza" cedió el paso a "la naturaleza"  de cada cosa. Sócrates está muy lejos de esto, por el momento. Al centrar su mente y su meditación sobre las cosas, tales como se presentan en la vida, a fin de hacer depender ésta de lo que aquéllas son en sí mismas, el "son", el eínai, adquiere un nuevo sentido. No es, por lo pronto, nada que haga alusión a su naturaleza. No significa esto que Sócrates haya descubierto el concepto. Hay que esperar para ello hasta Aristóteles y Platón. Pero el concepto aristotélico no es más que la teoría del quid. de la índole de cada cosa, de su tí. Lo que la mente de Sócrates logra, al concentrarse sobre las cosas usuales, es la visión del "qué" de las cosas en la vida. La Sabiduría como ética, ha llevado, pues, a algo decisivo en orden a la inteligencia de las cosas mismas; tan decisivo, que será la raíz de toda la nueva filosofía y lo que le permitirá volver a encontrar por otros caminos los temas de la Sabiduría tradicional, momentáneamente puestos en suspenso.

Pero no adelantemos las ideas.

Antes, dos palabras acerca de cómo se desarrolla la meditación socrática sobre el "qué" de las cosas. En primer lugar, pensando y hablando con sus amigos. Pero, ahora, la conversación ya no es disputa. No se trata de defender opiniones formadas, porque no hay opiniones que defender; por esto no cabe ni tan siquiera exponerlas. Se trata de hablar de las cosas y desde las cosas. La conversación dejó de ser disputa para convertirse en diálogo, en un sereno y reposado girar sobre las cosas para empaparnos de ellas. Es un hablar en que el hombre más bien hace hablar a las cosas; son casi las cosas mismas las que hablan en nosotros. Sócrates recordó seguramente que, para Parménides y Heráclito, este indefectible saber acerca de las cosas brota de algo que el hombre lleva en sí y que les pareció algo divino: noûs y logos. Sócrates quiere borrar toda alusión desmesurada a un saber sobrehumano. Su Sabiduría no será ya nada divino, theîon; se contentará con llamarla modestamente daimónion.

Para lograrlo, pone en suspenso la seguridad con que el hombre se apoya en las cosas de la vida. Hace ver que en la vida corriente no se sabe lo que se trae entre manos; lo que hace que la vida sea corriente es precisamente esa ignorancia.  El reconocerla es ya instalarse en la vida de la Sabiduría. Entonces, las cosas, y con ellas la vida misma, quedan convertidas en problemas. Es el saber del no saber, del "no saber de qué se trata". Sólo a este precio conquista el hombre un nuevo tipo de seguridad. Cuando hablamos con un enfermo, consideramos su sufrimiento, e incluso compadecemos su desgracia. Pero si prescindimos de esta relación vital con él, por tanto, si hacemos caso omiso de esta relación de hombre a hombre, que adquiere su plenitud precisamente en la integridad de las circunstancias y de las situaciones en que acontece, entonces se desvanece ante nuestros ojos el enfermo y nos quedamos solamente cara a cara con su enfermedad. Y la enfermedad ya no es objeto de compasión ni de dolor: es simplemente un conjunto de caracteres que el enfermo posee, un "que" . Y este desplazamiento de la mirada desde el enfermo a la enfermedad, que momentáneamente deja de lado a aquél, se convierte paradójicamente en un nuevo modo, más firme y seguro de "tratar el enfermo De aquí saldrá la universalidad de la definición aristotélica y ese singular viraje del "qué" hacia el "por qué". Sócrates ni lo barruntó. Pero sólo fue posible dar con ello en la reflexión socrática.

Por este camino, por esta "ironía", suspendiendo la Sabiduría tradicional y asentándola en algo más firme y asequible, en las cosas de la vida cotidiana, Sócrates ha salvado, en principio, la verdad de aquélla. En principio, porque el desarrollo plenario de la Sofía, como un modo de saber, será cosa de Platón y de Aristóteles.

¿Fue Sócrates un filósofo? Si por filósofo se entiende el que tiene una filosofía, no. Si se entiende el que busca una filosofía, quizá tampoco. Pero fue algo más. Fue, efectivamente, una existencia filosófica, una existencia instalada en un ethos filosófico que, en un mundo asfixiado por la vida pública, abre, ante un grupo privado de amigos, el ámbito de una vida intelectual y de una filosofía, asentándola sobre nuevas bases y poniéndola en marcha, tal vez sin saber demasiado a dónde iba, en una nueva dirección. La reflexión socrática fue la constitución de la filosofía. En el limitado número de posibilidades que la vida ateniense ofreció a Sócrates: lanzarse a la vida pública como  un virtuoso de la palabra y del pensamiento, al modo de Protágoras y sus discípulos; ocuparse de los saberes nuevos, de los que más tarde habrían de salir las ciencias; sumirse en la masa amorfa del ciudadano absorto por los quehaceres y urgencias de la vida cotidiana; volver a la vida corriente, no para dejarse arrastrar por ella, sino para dirigirla por una meditación fundada en lo que las cosas de la vida "son"... Sócrates eligió resueltamente esta última. La decisión de Sócrates hizo posible la existencia de la filosofía.

Lo de menos es de qué se ocupara efectivamente, y más accesorio aún la manera personal como Sócrates vivía. La mayoría de sus discípulos tomaron su actitud, su éthos, como un trópos, como una simple manera. Trataron, con mayor o menor bagaje intelectual —nada más que bagaje—, de imitar a Sócrates. Fue seguramente, para él, la punzante ironía de su vida. De ahí nacieron las pequeñas escuelas socráticas.

Unos pocos quisieron algo más: quisieron adoptar su propio éthos, acercarse socráticamente a las cosas y vivir socráticamente los problemas que éstas plantean a la inteligencia. Las cosas les retribuyeron, entregándoles una nueva Sofía. Fue la filo-sofía de la Academia y del Liceo.

                                  VII

CONCLUSION: PLATON Y ARISTOTELES, DISCIPULOS DE SOCRATES

¿En qué sentido continúan Platón y Aristóteles a Sócrates? Volvemos con ello al comienzo de estas notas.

En el fondo, es absolutamente secundario averiguar el elenco de problemas y conceptos que Platón recibiera de Sócrates y Aristóteles de Platón. Más aún: es incluso un contrasentido cifrar en ello su discipulado intelectual. Precisamente cuando, a la muerte de Platón, se colocó Speusipo al frente de la Academia, por vínculos de sangre y ortodoxia de escuela, Aristóteles se retiró al Asia Menor, porque entendía que el discipulado intelectual no es asunto de secta ni de familia.

Platón fue socrático en un sentido mucho más hondo, en el mismo en que lo fue Aristóteles. Ambos parten de la misma raíz, de una reflexión sobre las cosas usuales, con objeto de saber lo que el hombre se trae entre manos y lo que él mismo ha de ser en su vida. Esto hace de Platón y Aristóteles los grandes socráticos. Pero, además, el desarrollo de esta reflexión originaria les llevó a reconquistar el saber racional y la política, asentándolos por vez primera sobre la base firme de la reflexión sobre el logos de la vida. Finalmente, terminan ambos plasmando su éthos en una nueva interpretación, de los problemas últimos del universo, al hilo de esta experiencia del hombre, dando así en los grandes problemas de la sabiduría clásica: es la filo-sofía. Estas tres etapas, la experiencia primera de las cosas, el saber racional de ellas y la filosofía, son los tres estadios en que madura una misma reflexión socrática. Es verdad que, en este proceso, Platón y Aristóteles siguen caminos divergentes,  como vamos a verlo. Pero es mucho más importante ver que son dos rayos que parten de un mismo centro socrático, e inscribir esas divergencias en el proceso común de maduración de una misma reflexión socrática.

1. Punto de partida: la experiencia primera de tas cosas.— Platón y Aristóteles parten de una reflexión sobre las cosas y asuntos de la vida.

Ello les suministra la primera idea de lo que es una cosa, y con ello una visión de la naturaleza. La reflexión socrática les ha llevado por una ruta bien distinta, pero más firme, al descubrimiento de la naturaleza, al problema de los jónicos.

Si el hombre viviera abandonado al momento, la vida sería radicalmente inconsistente, cada acto comenzaría en cero, todo sería ocasional (tykhe), la vida tendría estructura puntiforme. Ya en los animales perfectos hay algo más: la memoria les suministra un primer esquema o armazón, gracias al cual no sólo producen actos, sino que tienen una conducta, un bíos elemental. Pero en el hombre hay todavía más: su conducta va determinada a su vez por un saber lo que hace (tékhne). Ello da a la vida humana su peculiar consistencia y hace de ella un bios en sentido estricto.

Para Platón, lo propio del saber-hacer es saber en "qué" consiste lo que se hace. La primera experiencia que Platón cobra, en el trato con las cosas usuales, es su "qué", su ti. Poseyéndolo, sabe el hombre lo que se trae entre manos, y puede entonces hacer bien las cosas (kalos). El "qué" va, así, íntimamente vinculado y orientado al bien-hacer, al agathón. ¿Qué es este "qué"? No es, por lo pronto, lo que la ciencia tradicional venía inquiriendo, por ejemplo, la diversa proporción en que los cuatro elementos de todo entran en cada cosa. Es algo más modesto y al alcance de todos, adquirido en reflexión socrática. Veo de lejos un bulto, y creo que es un hombre; me acerco, y veo que es un arbolillo. Lo creído en el primer caso y lo visto en el segundo es el conjunto de caracteres o rasgos típicos de cada cosa y lo que la distingue de todas las demás. Así, el ateniense se distingue del persa por su "tipo"; el gobernante, del comerciante, por el "tipo" de actividades a que se dedica. A  este cuadro de caracteres es a lo que se llamó, en su sentido más alto, figura, eîdos. Platón cae en la cuenta de que no bastan los ojos para verla. Por esto, los animales no saben lo que son las cosas, al igual que el profano no ve en una fábrica la máquina, sino tan sólo ruedas y hierro. Sólo ve la máquina quien la entiende, es decir, quien sabe manejarla. La figura es, en este sentido, algo que se ve en una visión mental inteligente; por eso, Platón la llamó Idea. El "qué" de las cosas es Idea. La fuerza de ser es la fuerza de consistir; ser es consistir, y aquello en que las cosas consisten es la Idea.

Por esto, el pensamiento de Platón se ve lanzado desde las cosas hacia aquello en que consisten: hacia la Idea. Las cosas tienen consistencia en ella, pero la Idea es consistente. Con lo cual se la toma como una segunda cosa junto a la primera, resultando de ello que las cosas en que pensamos no son, en rigor, las mismas con que vivimos.

Aristóteles fue, tal vez, más radicalmente socrático. En el saber-hacer Platón aprendió "qué" son las cosas, y fue por esto, para él, una experiencia de la consistencia de ellas. En cambio, el hacer mismo ha llevado a Aristóteles a una experiencia de las cosas mismas. Porque, aunque el tener que hacerlas sea una simple condición humana, el cómo hacerlas ya no depende tan sólo del hacer mismo, sino de la índole efectiva de las cosas que se hacen. Por esto es una experiencia de lo que las cosas son de suyo. Si el saber fuera independiente del hacer, nunca hubiéramos salido de Platón: ser sería consistencia. Pero, para Aristóteles, el saber y el hacer son dos dimensiones de un fenómeno único: la tékhne. Por esto, en él se manifiesta el ser como realidad. Y esto le lleva por distintos derroteros.

¿Qué es, en efecto, realidad? Si estamos haciendo algo, por ejemplo, una silla, ésta será real cuando esté terminada,  cuando esté a punto para salir del taller. Tener realidad es, pues, en primer lugar, tener sustantividad, sistere extra causas, exsistir. Y ¿qué es esta realidad sustantiva? La madera con que laboro la silla no es silla más que cuando sirve plenamente para su cometido, por ejemplo, para sentarse. Realidad es, en este sentido, estar actuando como tal, actualidad.

Pero actualidad, ¿de qué? De todos los caracteres de la silla, de su figura, de su eîdos. Y cuando esta figura es actual en la madera, ésta adquiere la sustantividad de la silla. La actualidad de la figura o forma es el fundamento de la sustantividad. En esta implicación entre los dos sentidos de la realidad, entre actualidad y sustantividad, obvia para Aristóteles y tan grave en consecuencias, se encierra el primer momento de su experiencia de las cosas. Es ella la que ha fijado imperturbablemente el sentido del ser en la historia entera del pensamiento europeo.

La figura no es entonces primariamente consistencia. Platón olvidó que aquello en que las cosas consisten es, antes que nada, aquello que ellas son. ¿En qué sentido? En cierto modo, la realidad de la silla es la madera. Pero, en rigor, la madera es tan sólo material para su fabricación, algo "destinado a", algo "de que" va a hacerse la silla. No tiene ni sustantividad ni actualidad, es decir, no tiene realidad más que por ese "a" y "de" a que va destinado. En sí misma no es sino una pura disponibilidad, posibilidad. Su realidad procede del otro término. Materia y forma no son dos cosas, ni unidas ni separadas, no son dos elementos, sino dos principios, arkhaí, de una sola cosa. La realidad será entonces sustantivación y actualización de posibilidades; la forma es configuración; y las cosas reales, emergencias de sus internos principios, ousíai, sustancias. Las cosas en que pensamos son las mismas con que vivimos. La firmeza de la vida se apoya en la sustancia de las cosas. Lo demás es pura plausibilidad. Por vez primera las cosas usuales de la vida han entrado plenamente en la filosofía. En una palabra: para Aristóteles, ser no es consistir, sino subsistir.

Ambas experiencias de las cosas se han adquirido por una reflexión sobre el trato usual con ellas: El eîdos del martillo, lo que el martillo es, se percibe clavando; el de la silla, sentándose.  La interna índole de la realidad transparece al meditar en su manejo. Es entonces cuando las prágmata, las cosas, en el sentido de cosas de la vida, adquieren el rango de cosas naturales, ónta. Porque si lo que hacemos es artificial, el hacer mismo es natural, es la Naturaleza puesta al descubierto en nosotros.

Según se entienda el saber-hacer, así se entenderán también las cosas y la Naturaleza.

En el saber-hacer, Platón ve tan sólo el "qué", y, por tanto, el artífice que plasma la materia con los ojos fijos en la idea que quiere realizar. Esto le lleva a una interpretación de la Naturaleza más obvia, pero más compleja que la de los jónicos, gracias a un descubrimiento sólo equiparable al de Parménides y Heráclito. En el nacimiento de algo no sólo viene un ser a la vida, sino que este ser es del mismo tipo que sus progenitores, hombre, león, ave. El impulso generador cobra su fuerza en la vida de los progenitores, pero con "vistas a" una especie determinada. En la fuerza para ser hay una como presencia de la especie. Por esto, venir a la vida no es sólo nacimiento, phyein, sino generación, gignesthai, en el sentido estricto del vocablo, algo en virtud de lo cual el nacido tiene genealogía. La idea no sólo es consistente, sino que es género, génos, de las cosas. La Naturaleza lleva en su fuerza una Idea, tiene puesta siempre su mira en ella. La fuerza del género es de índole completamente distinta a la del simple impulso nascente, pero no menos real. Ambas son dimensiones de una fuerza única que, por esto, Platón llamó éros, amor. Algo que lleva fuera de sí a producir a alguien de especie determinada. En lugar de la fisiología jónica, tendremos una genealogía. Una vez producida, cada cosa consiste en una serie de operaciones realizadas "con vista" al tipo ideal, que está por encima de ellase

Para Aristóteles, en cambio, la tékhne es un hacer en que el artífice se saca las ideas de sí mismo. La Naturaleza lleva una idea, pero no como algo externo en quien tiene puestas sus "miras", sino como principio interno. Generación es autoconformación, algo que lleva, no fuera de sí sino a realizarse a sí mismo, morfogenia. En lugar de fisiología, no tenemos genealogía, sin morfología. Una vez producida, la naturaleza de cada cosa consiste en aquel principio interno a ella de que emergen sus  propias operaciones; la forma no es sólo principio de ser, sino también principio de operación, naturaleza.

Bien que en direcciones distintas, en Platón y en Aristóteles, el eîdos, la figura de la vida usual, es la que hace de las cosas primeramente, khrémata, cosas usuales, y después cosas naturales, ónta. Con lo cual han vuelto a encontrarse con la antigua sabiduría jónica, pero asentándola sobre las bases firmes y controlables de la reflexión socrática.

2. La expresión de esta experiencia: el saber racional y la politica.—El hombre, además de hacer cosas, habla de ellas. Y así como ha de saber lo que hace, ha de saber también lo que dice. La firmeza del logos no procede de la fuerza del que habla, sino de las cosas sobre que habla. Por esto, en lugar de opiniones firmes o vacilantes, como Protágoras, tendremos razones, lógoi, verdaderas o falsas. La experiencia del hablar socrático ha llevado inexorablemente a Platón y a Aristóteles a precisar la estructura de las cosas, no sólo como objetos que se usan khrémata, o que están ahí, en el universo, ónta, sino también como objetos que se expresan, como legómena. ¿Cómo han de ser las cosas para que sean expresables? ¿Qué hay en ellas que exija explicarlas? La respuesta a estas preguntas ya no será Retórica, sino Lógica, y el saber no será cultura, sino ciencia.

El logos no hace sino expresar lo que las cosas son. Y lo más obvio que observamós es que de una misma cosa podemos decir muchas y, a su vez, podemos aplicar una misma a varias. Como objeto del logos, las cosas tendrán que ser unas y múltiples. Esto permite expresarlas, esto exige explicarlas. Todo el problema estribará en la interpretación de este complejo.

Fue Platón el primero en insistir en que esas muchas notas no están arbitrariamente volcadas sobre las cosas. El hombre, por ejemplo, es un viviente, pero no vegetal, sino animal; y animal no irracional, sino racional. La unidad del "qué" se obtiene recortando, por así decirlo, dentro de un supremo "qué", una figura más limitada, y, dentro de ésta, otra, hasta llegar a una que no convenga sino a cosa de que se trate, a su eîdos, o figura propia. Mientras esto no acontezca, los diversos elementos del "qué" se extienden idénticamente sobre las muchas cosas.  El "qué" propio de cada cual será, pues, el resultado final de la precisión de una realidad más vasta, dentro de la cual se mantienen unidas y separadas las diversas notas en un sistema perfectamente definido. Como el ser de las cosas es su "qué", su consistencia, resultará que la unión y separación del juicio será, eo ipso, cuando éste sea verdadero, el ser y el no ser de las cosas mismas. En esta identidad, procedente de una concepción del ser como consistencia, reside toda la interpretación platónica de las cosas como objeto del logos. Y ello implica que en la realidad no sólo existe una fuerza de ser, sino también una no menos real fuerza de no ser. Es la primera vez que en la filosofía aparece el problema del no ser como algo no simplemente desechado, según acontecía en Parménides, sino positivamente recogido bajo la forma de negación. Platón tuvo conciencia de lo tremendo de su innovación. No dudó en calificarla de parricidio, refiriéndose a Parménides. El "qué" de las cosas constituye así un mundo inteligible, un kosmos noetós, con estructura dialéctica. Por esto, la mente no puede parar en ninguna de sus notas sin verse llevada a las demás por la fuerza del ser y del no ser: necesita discurrir. Por esto es necesario y posible el saber racional de las cosas, y por esto es posible dialogar.

Para Aristóteles, en cambio, el ser no es consistencia, sino subsistencia. El "qué" no es toda la realidad, sino tan sólo el "qué" de ella. El logos, por esto, no contiene simplemente a la realidad, sino que se refiere a ella, desdoblándola en la cosa que es y lo que la cosa es. En este desdoblamiento y en la consiguiente articulación de sus miembros tendrá que apoyarse Aristóteles para interpretar las cosas como objeto del logos.

Las muchas notas del eîdos, de la figura, son algo que la cosa no solamente tiene así, sin más sino que las tiene porque es ya lo que es. No se es hombre porque se es animal racional, sino que se es animal racional porque se es hombre. El eîdos, la forma de las cosas, es una unidad interna, una especie de foco central de cada cosa, que plasma su propia materia en una serie de propiedades cuyo cuadro externo es la figura de aquélla. Es una unidad originaria, que se despliega en las muchas propiedades. Por eso, el eîdos no es sólo la forma de las cosas,  sino también su esencia. El logos toma por separado cada una de estas notas para unirlas con la cópula en una unidad derivada, que llamamos definición. Esta es la estructura de las cosas, en tanto que objeto del logos; y con la distinción entre el "es" del juicio y el "es" de las cosas, abre Aristóteles, frente a Platón, el campo autónomo de la Lógica. Esta triple dimensión de la forma como conformadora de las cosas, constitutiva de sus propiedades y principio de sus operaciones, permite que sea una misma la cosa de que vivimos, la cosa en que pensamos y la cosa que está y actúa en el mundo. Para Aristóteles, ser no sólo es subsistir, sino subsistir esencialmente.

Para Platón, el sofista es el hombre que no va movido por más fuerza que la del no ser: por esto carece de contenido; su mente se dispersa en el flujo amorfo de las palabras y de las opiniones. Para Aristóteles, el sofista es el hombre para quien nada hay de esencial, para quien nada posee un contenido propio, y, por tanto, cuanto diga de las cosas es un puro acaso, una fugaz coincidencia. La convivencia y el diálogo entre los hombres sólo son posibles apoyando la mente en estructuras esenciales. Lo demás es radical insustancialidad. Y sólo fundada en la sustancia de los asuntos (prágmata) es posible una polis, firme y estable, una vida pública justa.

Aristóteles y Platón han vuelto a encontrar la necesidad de la ciencia racional y de la política de su tiempo, momentáneamente puestas en suspenso por la reflexión socrática; una suspensión cuyo sentido ahora comprendemos claramente: era menester volver a apoyar el razonamiento y el diálogo en la sustancia de las cosas, próxima a desvanecerse en Atenas. La ironia socrática salvó así a la ciencia y a la política.

3. La raíz de esta experiencia: la filo-sofía —Pero esto mismo que le forzó a salvarla le llevó a superarla. Hasta entonces, Grecia había tenido Sabios que, al pasear por el universo su mente pensante, obtuvieron esa espléndida visión que se llamó Sofía. Esta visión se plasmó en ciencia racional y en Retórica. Y ambas, según vimos, estuvieron a punto de perecer, precisamente porque fueron soltando las amarras de la mente pensante. Al volver a ella y ponerla en marcha, renació la  posibilidad de la ciencia y del diálogo objetivo; pero al propio tiempo cambió también, en cierto modo, la idea misma de la mente y, por tanto, de la Sabiduría. La Sabiduría ya no será una simple "visión" del universo, será inteligencia racional, episteme. Pero no una intelección cualquiera. Mientras la ciencia natural y política parte de unos supuesto con que entiende las cosas, la Sabiduría hunde sus miradas en la raíz misma de estos supuestos, de estos principios, y desde ellos asiste a su constitución y expansión en las cosas; porque no se trata tan sólo de principios del conocimiento, sino, sobre todo, de los principios mismos de la realidad. La Sabiduría no es sólo episteme, ni solamente noûs, sino lo uno y lo otro, o, como dice Aristóteles, inteligencia, con ciencia, episteme kais noû.. La mente ya no es simple visión, sino inteligencia de los principos, y la Sabiduría, intelección radical. Sin esto, el Sabio hubiera sido una especie de místico o lírico de la inteligencia: jamás hubiera logrado el rigor del saber. Por su parte, el científico jamás hubiera sido más que un razonador, y el político un orador. Con ambas cosas, eso divino que hay en el hombre ya no será Sabiduría efectiva, sínoe un esfuerzo por lograrla: filo-sofía, preocupación por la Sabiduría. Por esto, el filósofo no es un dios, sino un hombre (Sym., 203e), y la filosofía una fuerza o "virtud" humana, la virtud intelectual en cuanto tal.

La mente, pues, desde ahora, irá disparada no a los elementos, sino a los principios de las cosas. ¿Qué principios? Los principios supremos de las cosas, últimos para nosotros, primeros para ellas, tá prota, decía Aristóteles. Y precisamente por esto, esta intelección de los principios supremos abarca el todo de cuanto hay, no por un pedante recorrido enciclopédico al estilo de los sofistas, sino en su unidad radical. En los principios supremos están principialmente todas las cosas; precisamente por eso son supremos. Aristóteles dice, por ello, que la Sabiduría es, en este sentido, el conocimiento de lo más universal. Este hábito, héxis, de los principios es lo que hace posible una ciencia verdadera y una vida buena Ciencia y Política son "virtud".

Al precisar la índole de esta ultimidad, es cuando vuelven a diverger Platón y Aristóteles. El camino que conduce a los agathón, de su hacer está allende el ser. Lo último de las cosas no es el ser; el ser no se basta; hay algo allende el ser, raíz suprema del universo, por la que éste es un Todo.

Para Aristóteles, ser no es consistir, sino subsistir. Con lo cual, eso que Platón llamó el ser ya no es género, sino que, en cada caso, no tiene más contenido que el que cada cosa le otorga. El ser se basta. Y, sin embargo, cuando contemplamos todo lo que hay, ese todo es tal, precisamente, porque cada cosa "es". El "es", que es lo más íntimo de cada cosa, resulta ser, a su vez, lo que encuentro de común en todas ellas al entenderlas con mi mente. Lo último es, pues, para Aristóteles, el ser. Y los principios serán supremos cuando sean principios de "ser" ¿Qué es este "ser"? ¿Cuáles estos principios? La totalidad del mundo deja flotando, ante los ojos del filósofo, este "es" como problema, el "es" descubierto por Parménides y Heráclito, pero equivocadamente sustantivados por ellos, lo mismo que por el propio Platón.

Para ambos, la Sabiduría es algo que se busca, lo mismo que buscaba Sócrates, tal vez sin saber demasiado lo que buscaba. No es algo que las cosas depositan en el hombre sin más que por usarlas en el trato corriente, ni entenderlas en la ciencia; es algo que se conquista por un impulso que arrastra al hombre desde la vida corriente y científica a los principios últimos. A este impulso llamaron Platón y Aristóteles "deseo"  (órexis), deseo de saber lo último de todo (eidénai, Met., 983 a25). De aquí que esta vida teorética en que se realiza la Sofía se torne a partir de Platón y de Aristóteles en una forma intelectual de vida religiosa. En un principio, limitada seguramente a los intelectuales. Pero después invadió la vida pública y constituyó la base del sincretismo entre la especulación teológica y las religiones de misterios, y participó más tarde en algunas formas de la gnosis. Nacida de la sabiduría religiosa, y mantenida en contacto constante, o por lo menos en hermandad con ella, la Sofía griega acabó por absorber a la religión misma.

Pero Platón y Aristóteles no entienden de igual manera el ímpetu creador de la Sofía.

Para Platón, aquel deseo es un éros, un arrebato que nos saca fuera de nosotros mismos y nos transporta allende el ser. La filosofía tiene su principio de verdad en este arrebato, y nos lleva al abismo insondable de una verdad que está más allá del ser. En cierto sentido, la Sabiduría no se ama por sí misma.

Para Aristóteles, la filosofía no tiene más principio de verdad que lo que somos nosotros; si se quiere, un deseo que nos lleva a ser plenamente nosotros mismos en la posesión de la inteligencia. La Sabiduría se ama por sí misma.

En realidad, cruza por el mundo socrático un atroz estremecimiento: ¿es lo último de las cosas su ser? La raíz de lo que llamamos cosa, ¿es "anhelo", o bien, "plenitud"; es éros, o bien, enérgeia? Sí se quiere continuar hablando de amor o de deseo, ¿es el amor un "arrebato" (manía), o, más bien, "efusión" (agápe)? Vemos asomar por aquí todo el drama ulterior de la filosofía europea. En estas interrogantes se encierra, desde luego, la cuestión radical de la filosofía. Y, como tal, algo que sólo se ve en su término. Los distintos cauces por los que la Sabiduría ha discurrido son otras tantas formas que ha adoptado, al querer penetrar, cada vez más adentro, en lo último de las cosas. Por esto, tal vez, ante la filosofía, no tenga sentido preguntarse qué es, así, en abstracto, cuál es su definición, porque la filosofía es el problema de la forma intelectual de Sabiduría. La filosofía es, por esto, siempre y sólo aquello que ha llegado a ser. No cabe otra definición. La filosofía no está caracterizada  primariamente por el conocimiento que logra, sino por el principio que la mueve, en el cual existe, y en cuyo movimiento intelectual se despliega y consiste. La filosofía, como conocimiento, es simplemente el contenido de la vida intelectual, de un bíos theoretikós, de un esfuerzo por entender lo último de las cosas. El ethos socrático ha conducido al bíos de la inteligencia. Y en ella se asienta la adquisición de la verdad y la realización del bien. Esa fue su obra. Al ponerla en marcha, al asentar la inteligencia sobre la base firme de las cosas que están a su alcance, llegó a encontrar nuevamente los grandes temas de la Sabiduría tradicional. Sólo entonces tuvo esta especulación sentido efectivo para el hombre; no logró tenerlo cuando pretendió seguir el camino inverso. Al propio tiempo, Platón y Aristóteles nos han dado con ello la primera lección magistral de Historia de la Filosofía, una lección realmente socrática. La Historia de la Filosofía no es cultura ni erudición filosófica. Es encontrarse con los demás filósofos en las cosas sobre que se filosofa.

 

 

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